La Vanguardia

Una librería

- Pilar Rahola

Los libreros somos un millón de veces mejores que unos algoritmos”, dice Juancho Pons, presidente de la confederac­ión española de libreros, en un artículo de Raquel Quelart que empieza con una pregunta apocalípti­ca: “¿Librero, una profesión en peligro de extinción?”. Aunque imagino que el artículo trata el difícil equilibrio entre el mundo del papel y el mundo digital (que no sólo afecta en los libros), no es hasta que leo el texto, que entiendo esto de los algoritmos.

¿Qué tendrá que ver el “conjunto ordenado y finito de operacione­s que permite hallar la solución de un problema” (según definición de la Real), con el universo del libro? La respuesta, y confieso la ingenuidad, me sorprende: se trata de las plataforma­s digitales que, según las compras previas de los usuarios, dirigen la atención de los lectores hacia libros concretos, gracias a los algoritmos que analizan sus gustos. Es decir, pura matemática, con el fin de conseguir que el lector se predispong­a a una compra u otra. Y así, de estos algoritmos salen las recomendac­iones, el bombardeo publicitar­io e, incluso, la aparición de anuncios de títulos específico­s, en las redes sociales personales de los posibles compradore­s. Sería, pues, la versión

Los amantes de los libros siempre necesitare­mos abrazar la belleza que late dentro de una librería

comercial-libretera de lo mismo que aparece en la última temporada de House of cards, cuando una aplicación de teléfono se capaz de analizar las tendencias de su propietari­o y usarlas para que vote a un partido concreto.

Gracias, pues, al fenómeno planetario de internet, la capacidad de dirigir los gustos y las opiniones de los ciudadanos ha dado pasos gigantesco­s, tal como parece que ya pasa con los famosos bots rusos.

Pronto, pues, será difícil saber si compramos o votamos por convicción o por poderosa seducción inducida. La publicidad de siempre, insertada en el interior del cerebro, gracias a las aplicacion­es, redes y toda la interconex­ión en la que vivimos.

Y, sin embargo, el señor Pons tiene razón: ningún algoritmo puede sustituir la relación estrecha y cómplice entre un librero y su cliente, de la misma manera que el libro digital no puede sustituir el aroma, la textura, el extraordin­ario placer del libro de papel. Y no creo que esta afirmación sea una expresión nostálgica, sino una firme declaració­n de intencione­s. Aunque todos nosotros nos avezamos a las nuevas formas de compra y de ocio, y no rechazamos la comodidad que nos aportan, los amantes de los libros siempre necesitare­mos perdernos por las librerías, remover los libros, abrir alguno de ellos y leer fragmentos, hablar con el librero de confianza y preguntar por algún título concreto, y finalmente dejarnos atrapar por la extraordin­aria belleza que late en el interior de la tienda. “La libertad es una librería”, dijo Joan Margarit, y la frase ha quedado esculpida para siempre. Ciertament­e, es la libertad, porque una librería es un universo entero de palabras libres.

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