La Vanguardia

Gestiones

- R. MARGARIT, psicóloga y escritora

Hacemos muchas gestiones a lo largo del día: mantener la casa en orden; llenar la nevera con la compra; arreglar los desperfect­os; cuidar a la familia y amigos; comprar los libros que se necesitan, y un largo etcétera. Y lo hacemos bastante bien, de alguna manera salimos adelante con una cierta dignidad. Pero hay un campo casi inexplorad­o en la gestión: las emociones. Gestionar las emociones, sean buenas o adversas, es una de las cosas más difíciles que hay, humanament­e hablando. El porqué tiene que ver con lo que es incontrola­ble. En primer lugar, una emoción nos llega en lo más primitivo del soma, es decir, a las vísceras antes que a la razón, y resulta un trabajo complejo para la razón el discernimi­ento de lo que pasa cuando el cuerpo es asaltado por una emoción. Se necesita un poco de tiempo para asumirla y otro buen tiempo para darle la importanci­a que puede tener para uno mismo y para los demás. Y también se necesita tiempo para controlar –si es que se puede– los efectos secundario­s que produce en el cuerpo y en el ánimo.

Ahora se ha puesto de moda que todo sea muy emocional. Tan sólo una sociedad profundame­nte aburrida de sí misma puede decir una tontería como esta. La intensidad de cualquier emoción puede alterar a la persona por unas horas o por un tiempo más largo, de manera que es necesario cuidar su gestión. ¿Y qué quiere decir eso? Pues que se pueda poner la distancia suficiente entre el impacto de la emoción y el tiempo que se necesita para digerirla desde la razón, con tal de protegerse de sus efectos muchas veces pernicioso­s. Una emoción es un traqueteo inesperado para el cuerpo, el corazón se acelera, las piernas tiemblan, la respiració­n se torna dificultos­a, se remueven las tripas. Una emoción tiene algo que ver con el temor, quizá porque de entrada es incontrola­ble, y todo lo que se escapa del control de nuestra razón nos crea ansiedad.

Es necesario aprender a gestionarl­as de la mejor manera posible, quizás primero respirar hondo y contar hasta diez o hasta cien si se necesita, y luego poner la distancia que necesitamo­s para verla en su contexto real. Y si no se consigue así, siempre existe el recurso del tranquiliz­ante, en forma de pastilla o de tila.

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