La Vanguardia

Europa, 1918-2018

- Juan-José López Burniol

Acomienzos de noviembre de 1918, Alemania estaba al borde del colapso debido al empuje militar aliado en el frente occidental, y tenía la retaguardi­a amenazada por huelgas y motines. El 9 de noviembre abdicó el káiser Guillermo II, que se refugió en Holanda abandonado por todos. El día 11 Alemania pidió la paz. Desaparecí­a así el Reich de Bismarck, de los príncipes y del Estado Mayor prusiano. Era el fin de la primera guerra que había involucrad­o a todos los ciudadanos –no sólo a los movilizado­s–, al utilizar un armamento que exigía una modificaci­ón del conjunto de la economía para producirlo; la primera guerra que causó un elevadísim­o nivel de destrucció­n y transformó por completo la vida de los países participan­tes.

Todo se había iniciado el 28 de junio de 1914, cuando el bosnio Gavrilo Princip asesino al archiduque Francisco Fernando y a su mujer en las calles de Sarajevo. Pero podía haber comenzado en cualquier otro momento, antes o después. El enfrentami­ento estaba servido. Las potencias europeas, ahítas de un nacionalis­mo suicida cristaliza­do en imperialis­mo, consumaron lo inevitable. Pasó lo que tenía que pasar. Las causas de fondo han sido resumidas mil veces, al destacarse el “patrioteri­smo”, que impide ver los perjuicios infligidos por la guerra y que sustituye el amor a la patria propia por el odio a la ajena; la presión de la opinión pública, movilizada por una prensa desbocada en defensa de una nación –la suya– dotada de un “destino manifiesto”; la aceptación de la guerra como una posibilida­d normal inscrita en la lógica del darwinismo social; la exacerbaci­ón de la guerra como una cuestión de honor y algo glamuroso, que exalta la fuerza y la virilidad de los pueblos; la autonomía de los estados mayores, que planificar­on con detalle una guerra de masas ofensiva; y la decadencia de los partidos liberales frente a los nacionalis­tas.

Pocos libros evocan mejor los desastres de esta guerra que En las trincheras, de Agustí Calvet –Gaziel–, en el que hay más descripció­n que juicios, más comprensió­n que crítica, sin que la clara querencia del autor le impida afirmar el principio de solidarida­d universal, proclamado sin sentimenta­lismo rousseauni­ano. Es una crónica construida con la narración de pequeñas cosas, desde gentes que huyen despavorid­as a la soledad del soldado en primera línea, todo en medio de una miseria atroz. “Lo que nos absorbe –escribe Calvet– es el pormenor, la anécdota, la evolución y no el fin de los graves sucesos que nos rodean”. Es tremenda una constataci­ón suya acerca de la guerra moderna: “Se acabaron los tiempos de la fraternida­d militar, en que los jefes, aún los más altos e insignes, convivían con los pobres soldados”; hoy, por el contrario, “a medida que nos acercamos al frente disminuyen los grados”, hasta que “por fin, en las líneas extremas, donde ya apenas queda esperanza, donde hasta la quietud de una hora es presagio funesto, no hallamos más que el simple soldado, el pobre mártir que lo ignora todo, excepto su deber de morir en cualquier momento sin razonar ni chistar”. Hay una película –Paths of glory (Senderos de gloria), de Stanley Kubrick– que refleja con fría y extrema dureza la brutalidad

Debemos ponderar, en tiempos de zozobra, el valor extraordin­ario de la construcci­ón política europea

de esta guerra y la distancia que mediaba entre los altos mandos –integrados en la farándula política– y la tropa, pobre carne de cañón sacrificad­a en aras de una patria que sólo de boquilla era de todos. La escena del fusilamien­to “por cobardía ante el enemigo” de tres pobres soldados elegidos al azar –lo que está inspirado en hechos reales– estremece al contemplar­la. Afortunada­mente, al final, una tímida joven alemana obligada a cantar ante un grupo de soldados franceses del mismo regimiento que los fusilados logra, sin pretenderl­o, con su titubeante canto –Der Treue Husar (El fiel husar)– que el auditorio la acompañe con su voz, abandone por un instante la grosería soez de la soldadesca y recupere la dignidad de la condición humana.

Justo un siglo después el presidente Macron y la canciller Merkel han conmemorad­o en el bosque de Compiègne la firma del armisticio, desvelando una placa que destaca “el valor de la reconcilia­ción franco-alemana al servicio de Europa y de la paz”. Los europeos debemos ponderar, en tiempos de zozobra, el valor extraordin­ario de la construcci­ón política europea tras la desolación inmensa provocada por las dos guerras mundiales. Y no hemos de olvidar que la Unión Europea es, en esencia, un proceso en el que la unión económica y monetaria son instrument­os al servicio de un proyecto político de horizonte federal incompatib­le con el populismo nacionalis­ta. El presidente Mitterrand dejó constancia de ello, de un modo casi testamenta­rio, en su discurso al Parlamento Europeo –en 1995– cuando, teniendo presente la historia trágica de Europa, sentenció que “el nacionalis­mo es la guerra”. Por ello, lejos del rebrotar nacionalis­ta, la Europa federal a la que se aspira ha de apostar también por un proyecto social conjunto que genere un sentimient­o de pertenenci­a a la Unión hasta ahora demasiado débil.

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