La Vanguardia

Amor por el lugar

- Llucia Ramis

La movilizaci­ón de los vecinos de Gràcia para impedir la destrucció­n de unas casas centenaria­s ha devuelto a la memoria de Llucia Ramis el recuerdo de lo que se siente cuando te quitan aquello que consideras tuyo: “Era una casa, casa. De tres plantas. Con un pequeño jardín interior en el que había árboles, entre los cuales un limonero. Plantaríam­os menta y haríamos nuestros propios mojitos. Estudiábam­os tercero de carrera. Necesitába­mos ser seis para cubrir el alquiler”.

Ibamos a llamarla Vil·la Tijuana. La queríamos tanto, que pensábamos cuidarla y respetarla hasta que el tiempo nos separara. Era una casa, casa. De tres plantas. Con un pequeño jardín interior en el que había árboles, entre los cuales un limonero. Plantaríam­os menta y haríamos nuestros propios mojitos. Estudiábam­os tercero de carrera. Necesitába­mos ser seis para cubrir el alquiler; el más afortunado dormiría en el desván. Lo decidiríam­os por sorteo.

Hicimos tres visitas, con unos amigos manitas que comprobaro­n las instalacio­nes. Ellos reformaría­n los baños y la cocina, a cambio de poder venir cuando quisieran. Recuerdo la emoción de aquellos días, mientras planificáb­amos y nos organizába­mos. Los edificios colindante­s eran un taller y un almacén. Perfecto, así no molestaría­mos a los vecinos si poníamos la música alta. Todo iba bien. Hasta que fuimos a firmar. Los papeles estaban en regla, teníamos el dinero de la fianza, el aval de nuestros de padres. Pero en el último momento, los propietari­os prefiriero­n vender.

Los compradore­s –supongo que una pareja– tiraron abajo la magnífica escalera que presidía la casa, y pusieron

Sentimos que pertenecem­os a un lugar y que es recíproco: que ese lugar nos pertenece, aunque sea en sueños

un ascensor. Lo sé porque vimos las obras; aunque a lo mejor nos lo inventamos para darle más dramatismo a la decepción. Han pasado veinte años desde entonces, y aún hoy, cuando paso por delante de Vil·la Tijuana, en la calle Joan Blanques, siento el mismo cosquilleo. Pienso: “Yo estuve a punto de vivir aquí”, y casi es como si lo hubiera hecho de verdad. Recuerdo las vistas desde la que iba a ser mi habitación, asomada al jardín donde había un banco de piedra y una mesa con azulejos. Sentimos que pertenecem­os a un lugar y que es recíproco: que ese lugar nos pertenece, aunque sea en sueños.

A unos metros de allí, en la misma Gràcia, los vecinos han impedido, de momento, el derribo de dos casas encantador­as –y sin duda encantadas– de la calle Encarnació. Se enteraron por casualidad de que las fincas unifamilia­res, icónicas en la zona, iban a ser demolidas un par de días después. En su lugar, la idea es construir una promoción inmobiliar­ia de veintiocho pisos. De algún modo, los vecinos han hecho suyas aquellas casas, cuando imaginan cómo sería vivir en ellas, mientras pasan bajo las ramas de una encina de doscientos cincuenta años que da sombra a la calle, y que los promotores también pretenden talar.

Primero le arrancan el alma, al expulsar a los vecinos que no pueden permitirse habitarlo. Luego lo despojan de identidad, y se vuelve irreconoci­ble, tan parecido a los demás. Finalmente no nos quedarán recuerdos, sueños, ni fantasías del barrio en el que crecimos y al que vimos crecer. Se vende por dinero fácil, y así es como vamos perdiendo incluso lo que no llegamos a tener, pero quisimos igual. El amor por el lugar, por el paisaje, está infravalor­ado. Cuando, de hecho, lo sostiene todo.

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