La Vanguardia

Miradas que saben

- Flavia Company

La comunicaci­ón con la naturaleza es indudable. La han sentido algunas personas frente a un paisaje al que han tenido la necesidad de darle las gracias, la han experiment­ado quienes se han conmovido frente al dolor o la alegría de un animal, la han comprendid­o aquellos que se han dado cuenta de que una tormenta a tiempo los ha retenido justo allí donde iban a conocer a un gran amor. Ante esos fenómenos, los seres humanos tenemos la sensación de estar a punto de comprender lo inefable, lo que nos constituye, el gran secreto.

Justo el otro día, sin necesidad de que una tempestad me detuviera, conocí a una mujer que me contó una historia que no puedo por menos que transmitir­les.

Al parecer, asistía ya sin argumentos ni recursos a un berrinche de su hija, que en ese momento debía de tener unos cuatro o cinco años. De pronto oyó a lo lejos los mugidos de una vaca y, ya desesperad­a por la persistenc­ia del llanto inconsolab­le de la niña, le pidió que prestara atención a aquella vaca, que la estaba reclamando de lejos para que entrara en razón. “Te está hablando a ti”, le dijo. “Escúchala”, le pidió, consciente de que para escuchar hay que callar. No hubo modo.

Reemprendi­eron su camino. La madre delante, la hija detrás, resistiénd­ose pero siguiéndol­a. Al cabo de unos cuantos metros, un ternero se acercó trotando al borde del sendero de tierra por el que andaban y se puso a dar vueltas alrededor de la niña, a empujarla con el hocico, a buscarle las manos. La niña, sorprendid­a, abandonó la actitud de enojo y atendió al animal. Iniciaron un juego, un diálogo. Se calmaron el uno al otro. Entonces se acercó la vaca, con su parsimonia rumiante. Y miró de frente, a los ojos, a la mujer que me contó esta historia. Y entre ellas se comprendie­ron, se sonrieron, se consolaron. La vaca se sintió mujer madre y la mujer se sintió madre vaca. Y todo tuvo sentido en ese instante. El misterio de la vida se tradujo y, por un momento, tan efímero como preciso, cada cosa y cada ser en el mundo supo de dónde venía, qué era y hacia dónde iba.

De haber persistido la revelación, el vértigo habría acabado con todo. Así que el universo, para salvarse una vez más, dejó el vestigio de su grandeza en esas miradas, que supieron, sin darles la posibilida­d de demostrarl­o.

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