La Vanguardia

Paseos por el Prado

- Daniel Fernández

Hoy empiezan los fastos –¡qué palabra!– de celebració­n de los doscientos años que cumple el Museo del Prado y me resulta insoslayab­le hablarles de ese museo, más pinacoteca que ninguna otra cosa (aunque su colección de escultura sea también muy relevante), porque desde una primera visita infantil hasta el día de hoy, más de una y más de un centenar de veces he encaminado mis pasos ociosos mientras estaba por Madrid al Museo del Prado. Es verdad que antes era más fácil, cuando bastaba la exhibición del DNI para ingresar gratuita e inmediatam­ente en el museo, pero tampoco ahora es demasiado difícil, pese al turismo de masas, porque hacerse Amigo del museo no es demasiado oneroso y sigue permitiend­o la entrada sin más pagos ni requisitos que la cuota anual. Pero, comentario­s mercantile­s al margen, lo que el Prado ofrece al visitante es inagotable en sí mismo.

Más allá del edificio de Villanueva –que, por cierto, iba a ser Gabinete de Ciencias Naturales en su origen– o de sus ampliacion­es, incluida la de Rafael Moneo, que ha sido sin duda la más radical y significat­iva, el museo son sus cuadros, sus coleccione­s reunidas. Y poder disfrutar de un rato de tiempo propio remirando y revisitand­o algún cuadro querido o apreciando otro que hasta entonces no nos había parecido relevante, es un lujo y uno de esos placeres que justifican la existencia. Uno no puede más que sentir una envidia no sé si sana de los madrileños, que pueden ir del Prado al Reina Sofía y que disfrutan de varios otros museos y pinacoteca­s más. Es cierto que, entre Goya y la pintura digamos contemporá­nea sigue existiendo el viejo debate de qué hacer con la pintura del XIX y dónde ubicarla, si merecería un museo propio o no… Pero tampoco eso es lo más importante, siéndolo mucho. Lo que realmente importa es Velázquez y Goya y la pintura no sólo española, sino italiana y flamenca.

El Prado es, en ese sentido, la herencia de las coleccione­s reales, tanto de los monarcas de la casa de Austria como los de la casa de Borbón. Y una buena parte de los reyes de España fueron coleccioni­stas notables y no demasiado chovinista­s. Fernando Checa ha escrito que las coleccione­s del Prado se deben a una cuestión de gusto, como el de Felipe II por Tiziano o el de Felipe IV por Velázquez. Tiene razón. Y buena parte de la visión de unos reyes pacatos y siempre pendientes de su fe y de estar a buenas con Dios se desvanece ante la dimensión de su gusto y curiosidad, que a diferencia de otras monarquías, no tuvo en la exaltación de la propia historia y grandeza su razón de ser principal. Es por eso que el Prado es, siendo tan nuestro, un museo universal, una casa de la pintura que creció también con las desamortiz­aciones de bienes eclesiásti­cos.

Ahora que unos Velázquez del Prado han recalado en préstamo en el CaixaForum de Barcelona es un buen momento para celebrar que la cultura y sus institucio­nes se unen en la diversidad. Aunque haya quien no quiera verlo ni en pintura.

Buena parte de los reyes de España fueron coleccioni­stas notables y no muy chovinista­s

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