Modernismo de otro mundo
El Museo Nacional de México revisa un estilo que prosperó a ambos lados del Atlántico
Los dos cuadros fueron pintados en el mismo año: 1913. Pero hay un salto revolucionario entre La ofrenda, de Saturnino Herrán, y Campesinos, de David Alfaro Siqueiros, los dos incluidos en la exposición Saturnino Herrán y otros modernistas, en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México, que puede verse hasta finales de febrero
La exposición recorre 86 obras, principalmente de Herrán (18861918), considerado el modernista mexicano más importante de principios del siglo XX y estrechamente vinculado al modernismo catalán y español.
Pero, para el espectador con ojo político, quien logra captar el espíritu de los tiempos de turbulencia social al inicio de la segunda fase de la revolución mexicana es el joven Siqueiros (1896-1974), que sería, con Diego Rivera y José Clemente Orozco, el tercer gran muralista de la revolución mexicana.
La ofrenda de Saturnino Herrán es una imagen de seis campesinos indígenas que transportan en una barca una ofrenda de flores cempasúchil, para la ceremonia del día de los Muertos. De técnica magistral con claras influencias de pintores como Sorolla, el cuadro es un comentario social sobre la pobreza y la situación del indígena, parte de un movimiento de realismo social que “refleja una gestualidad melancólica de los indígenas”, según el comisario de la exposición. Nadie se mueve en el cuadro. Los campesinos están resignados, indispuestos a moverse.
Alumno de la Academia de San Carlos y de la escuela de Bellas Artes dirigida entonces por el pintor catalán Antonio Febres, Herrán retrata a pobres campesinos dignos de compasión, etnológicamente curiosos, pero, en última instancia, un “peso muerto, y un lastre” para un México que aspira a ser moderno, tal y como se explica en el catálogo. Ahí también se comprueba la influencia del otro lado del Atlántico, en tiempos de Zuloaga y los pintores de la generación de 98.
Se trata de “la tristeza inconsolable del indio”, según comentó en 1913 el periodista contemporáneo de Herrán, Gómez Robelo. Estos indígenas son, para Herrán, “el indio desdeñado por el progreso”, se explica en la exposición. Sentada en la barca, “una chiquilla mira con complicidad al espectador quizás invitándolo a reflexionar sobre la
ineludible presencia de la muerte, y la condición del indígena en la sociedad”.
La mirada es radicalmente diferente en Campesinos, pintado cuando Siqueiros tenía sólo 16 años (Saturnino era diez años mayor). Ha desaparecido la compasión acomplejada de una élite dispuesta a aceptar el cambio, pero dentro de unos límites. Es una mirada de rabia contenida.
Caminando con su pareja, la joven campesina mira de reojo al pintor/espectador con una desconfianza absoluta. Sólo se detiene momentáneamente para preguntar silenciosamente: “¿Qué miras?”.
La ligereza del pincel del joven Siqueiros crea una impresión dinámica de movimiento. Llevan fruta y paja, pero no van al mercado para luego volver. El vacío que se abre en la mitad derecha del cuadro hace pensar que se dirigen hacia un futuro incierto, pero diferente.
El quinceañero Siqueiros, otro alumno de la escuela de Bellas Artes y discípulo del mismo Saturnino Herrán, entiende lo que se avecina. 1913 es el inicio, según reflexionó Orozco, de “las convulsiones espantosas que bien podrían terminar como el parto de los montes”.
El dictador septuagenario Porfirio Díaz ((1876-1910) ya ha sido derrocado tras 27 años en el poder. El revolucionario liberal Francis Madero (2010-13) ha sido fusilado tras un golpe de Estado militar. Ahora estallan las revoluciones de Venustiano Carranza, Emiliano Zapata, con su ejército de campesinos indígenas, y Francisco Villa, al frente de una caballería de pequeños rancheros y bandoleros. Pronto pactarán una radical reforma de la tierra.
Poco después de pintar Campesinos, Siqueiros se alistó en el ejército constitucionalista de Carranza. Luego se marchó a Europa –principalmente, París y Barcelona, donde editó la revista Vida
Americana en 1921–. Participó en la guerra civil española, ya un discípulo del estalinismo más ortodoxo. Sus murales se volvieron efectistas y melodramáticos. Hasta llegaría a participar en un intento de asesinar a Trotski en su casa en Coyoacán. Pero en Campesinos, Siqueiros ya tiene el olfato de un joven revolucionario.
Conforme la revolución va transformándose en una guerra civil, en la que murieron un millón de mexicanos, las imágenes de dolor y agonía indígena dejan de ser conservadoras. Otro cuadro de la exposición, Tata Jesucristo, de Francisco Goitia, pintado en 1925 tras años de guerra y violencia atroz, retrata a dos indígenas campesinas con gestos de angustia extrema. Pero el cuadro de Goitia, combatiente en el ejército villista, no es de compasión superior, sino de denuncia.
Saturnino Herrán muestra su mejor faceta en los homenajes pictóricos al trabajo. Labor, Vendedores de plátanos y Vendedores de olla, todos de técnica soberbia, que representan un realismo social también importado de Europa y libre de las complejas relaciones étnicas de México.
Pero sus representaciones de mujeres indígenas van de mal en peor. Ya no es Zuloaga o Sorolla quien dirige el pincel de Saturnino en estos cuadros, sino Romero de Torres, Anglada Camarasa o el mismo Fabrés, admirador de Fortuny (en Flores de Jericó, de Fabrés, incluido en la exposición, una turca desnuda mira seductoramente, envuelta por una tela semitransparente, una imagen orientalista que habría puesto los pelos de punta a Edward Said).
Asimismo, las indígenas de los últimos años de la corta vida de Saturnino Herrán ya no son inconsolablemente tristes, sino exóticamente eróticas. En El rebozo (1916), una joven criolla, desnuda y sonriente, extiende una manzana, con un sombrero charro mexicano a sus pies. “Este mestizaje representa el futuro feliz de México”, dijo el guía de la exposición. Pero la mirada coqueta de la chica del rebozo habría sacado de sus casillas a la campesina de Siqueiros.
MODERNISMO SOCIAL
Algunos de los artistas supieron captar los cambios sociales que se avecinaban