Un quiste cronificado
LA UE ha dado el visto bueno al acuerdo para la separación del Reino Unido, sin duda el peor de los negocios que podían hacer los británicos. Me refiero, claro, a abandonar la Unión, no a pactar un Brexit blando. De todos modos, falta todavía la aprobación del Parlamento Europeo, que no ofrecerá problemas, y el de las islas, que resultará extremadamente complicado. El último obstáculo lo puso España, que levantó el veto en el momento final al conseguir un triple blindaje sobre el Peñón, con el que se garantiza que, en cualquier acuerdo de la UE con Gibraltar, España tenga la última palabra.
El asunto de Gibraltar, al menos para las gentes de mi generación, siempre nos dio profunda pereza, porque nos recordaba a las clases de FEN de finales de los sesenta en el instituto. De la misma manera que produce cierto sonrojo que en unos cuantos municipios castellanos existan calles que se llaman “Gibraltar Español”. Sin embargo, debemos reconocer que esta ha sido una cuestión sensible para la democracia española. La derecha siempre ha hecho un discurso más rancio que inteligente: baste ver cómo alguna prensa de Madrid ha tratado el pacto alcanzado por el Gobierno de Sánchez, calificándolo de acto de rendición. Son los mismos a los que les pareció estupendo que un ministro cerrara el Instituto Cervantes de Gibraltar, por el que pasaron 4.000 estudiantes, alegando que en el Peñón todos hablan español, salvo los simios, y que sólo debe haber sedes en el extranjero.
El acuerdo logrado es importante porque afecta al futuro laboral de 13.500 trabajadores transfronterizos, al uso del aeropuerto, al contrabando de tabaco, alcohol y gasolina, a la fiscalidad gibraltareña, a la cooperación en materia policial y aduanera o a cuestiones medioambientales. Como escribió el diplomático Pedro Schwartz, con el tiempo Gibraltar se ha convertido en un quiste sin remedio. Así que mejor cronificarlo y aprender a convivir con él.