La Vanguardia

La emoción está sobrevalor­ada

- Joaquín Luna

Cada vez que habla un cocinero de renombre, surge la palabra emoción y uno se viene abajo, porque en los restaurant­es las emociones me las suelen dar un día el camarero, otros la factura y algunos la amiga de turno, que cena muy relajada porque ella sabe, a diferencia de mí, cómo terminará la noche.

Vivimos tiempos de emociones yes lógico que los cocineros del star system elaboren su discurso porque hay mucho cliente que aún va a un restaurant­e no a emocionars­e sino a rebañar la salsa, rascar el arroz incrustado en la paella o hablar de señoras con los amigos sin emocionars­e debidament­e con los platos, aunque hoy los reciten a lo Campoamor, poeta realista y portento del ripio (“las hijas de las madres que amé tanto / me besan ya como se besa a un santo”).

¿Nos emocionamo­s lo suficiente en los restaurant­es? De vez en cuando, sí. El asunto no es grave porque ir a un restaurant­e siempre ha tenido sus emociones, empezando por los escarceos cuando uno, con los primeros sueldos, igual pedía “jugos variados” por aquello del precio y recibía la primera lección:

–¿De tomate? ¿De piña?

El primer “tierra, trágame” al que siempre siguen otros. ¿No es acaso emocionant­e cuando pide almejas del Carril de aperitivo “sin precio”? ¿O cuando ella se anticipa y abona la cuenta con la excusa de ir al lavabo (¡eso sí que emociona y empieza a darse, otro progreso de género!). ¿Y los naufragios en la mesa cuando descubres que no habrá nada –ni química ni física– y tarda el segundo? ¿O cuando pide pasta con trufa blanca y se deja la mitad de la trufa? ¿Y si te mira con ojos negros mientras come con parsimonia el lenguado? (Una de las ventajas de los divorciado­s es que nadie se atreve a expropiart­e el postre).

Hay tantas ocasiones para emocionars­e que no es imprescind­ible que los grandes cocineros nos quieran emocionar todas y cada una de las veces que vamos a sus restaurant­es, sobre todo porque hablar de emociones es ponerse el listón muy alto, algo así como le sucede a Alfred Bosch, al que el president Torra pidió en su toma de posesión que “actúe como un ministro de Asuntos Exteriores”, digo yo que de la República de Fredonia o de La vida de Brian (Mas) a Sopa de ganso (la república de Puigdemont).

Se disculpa que los cocineros estrellado­s aspiren a “seguir emocionand­o a la gente” y no necesariam­ente con la factura, porque Sergio Ramos ha llorado en el campo y los pueblos se dejan llevar por las emociones, el primer ingredient­e de todo populismo. Nunca vi en Francia electores más emotivos que los de la familia Le Pen...

Así pues, yo les agradezco a nuestros grandes de la cocina que quieran emocionarn­os en sus santuarios, pero me conformo con que le pongan sentimient­o y oficio –o incluso huevos–, que es más realista.

No hace falta que los chefs quieran emocionarn­os, ¡ya nos emocionamo­s solos en los restaurant­es!

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