La normalidad del fútbol
La afición del River Plate celebra su cuarta Copa Libertadores
Rodrigo, de 26 años, escucha hipnotizado los bombos, platillos y cánticos, observando a la masa rojiblanca saltar y saltar. Desde su silla de ruedas, Rodrigo aún no sabe que en pocos minutos tendrá que huir de ahí como pueda, ayudado por su grupo de amigas y amigos del barrio, que le han ayudado a llegar al Obelisco desde Laferrere, en el extrarradio de Buenos Aires, para no perderse la celebración de la cuarta Copa Libertadores del River Plate. Daniel, el mejor amigo de Rodrigo, que padece distrofia muscular, está eufórico y explica que, pese a la afonía que ya está haciendo mella en su voz, al día siguiente tiene que presentar el acto de fin de curso del colegio público donde ejerce de maestro.
Historias de vida de los hinchas del River, la buena gente que nada tiene que ver con la minoría de descerebrados (o calculadores) ultras que dos semanas atrás apedrearon el autocar del Boca provocando una vez más la vergüenza mundial del fútbol argentino y haciendo que la final se viera aplazada por enésima vez hasta disputarse el domingo en Madrid. Buena gente, como los dos hermanos que, mientras los barras bravas más desafiantes trepan a las farolas que circundan el Obelisco, posan para una foto con el retrato entre manos de su abuelo Alfonso, ya fallecido. “Era de Concordia, Entre Ríos; gracias a él, toda la familia somos de River”, dicen los hermanos al unísono.
La avenida 9 de Julio está repleta y sus calles adyacentes acordonadas por la policía que, por primera vez, establece controles para el ingreso de alcohol al epicentro de la fiesta, aunque la cerveza y el fernet corren igual de boca en boca y los lateros hacen su diciembre. También por primera vez el Ayuntamiento ha prohibido servir bebidas alcohólicas a bares y restaurantes en 500 metros a la redonda. Las pizzerías de la calle Corrientes, como las míticas Güerrín y Banchero, están a tope y sus mesas son una extensión de la euforia exterior. Se corean ensordecedoramente las mismas consignas, mientras en la popular arteria los antidisturbios se atrincheran para lo inevitable entre parrilleros ambulantes de choripán y hamburguesas.
“¡Un minuto de silencio...” –cae el tono dos segundos antes de la explosión– “...para Boca que está muerto!”. También hay insultos, especialmente dedicados al técnico xeneize, Barros Schelotto, y al mandatario Mauricio Macri, expresidente boquense, que ha felicitado en un tuit al eterno rival calificando el partido de “histórico” –sin titubear– e insinuado una futura “revancha”. Son contados los aficionados que no llevan enfundada la primera camiseta del club millonario y, por si acaso, los manteros venden desde gorras hasta paraguas, pasando por pósters donde la cuarta copa ya está dibujada. El humo rojo de las bengalas sólo es cortado por los cohetes que de vez en cuando se lanzan desde la principal avenida porteña.
Las piedras y botellazos contra la policía empiezan en el sector donde están Rodrigo y sus amigos. La estampida es inmediata y la 9 de Julio se vacía en segundos. Un hombre corre Corrientes arriba ensangrentado con al menos quince perdigonazos marcados en su cuerpo, avisando a la gente despistada que retroceda. Las motos policiales van y vienen; el agente de paquete, fusil en mano. Las sirenas aplacan los cánticos. Todo vuelve a la normalidad: a la violencia controlada del fútbol argentino, al fin de fiesta habitual al que, como se temía, no asistieron los barras bravas perdedores.
La prensa también volvió ayer a lo normal y en las portadas se pudo hablar, por fin, de fútbol. La madre que rodeó de bengalas el abdomen de su hija fue condenada en un juicio rápido a dos años y ocho meses de cárcel, que no cumplirá a cambio de ir al psicólogo. Al único hincha que pudo ser identificado arrojando piedras al bus del Boca, dos años y cuatro meses de prisión, donde no ingresará a cambio de no poder entrar durante el mismo tiempo en un estadio. El Congreso no fue capaz de aprobar la semana pasada una ley exprés para aumentar las penas por violencia en el fútbol. Y mientras tanto, los jefes de las barras bravas, que peinan canas, seguirán viviendo en lujosas casas, conduciendo coches de alta gama y controlando los negocios paralelos y millonarios alrededor de los clubs, como la seguridad, el estacionamiento callejero, la venta de entradas legales o falsificadas, o el merchandising, en connivencia con directivos y políticos.
Todo volvió a la normalidad.
LA CELEBRACIÓN
Como es habitual, una minoría de descerebrados provocó incidentes en el Obelisco
LA VIOLENCIA
El Congreso posterga medidas contra las barras, y uno de los que apedrearon el bus de Boca sale impune