La Vanguardia

La normalidad del fútbol

La afición del River Plate celebra su cuarta Copa Libertador­es

- ROBERT MUR Buenos Aires. Correspons­al

Rodrigo, de 26 años, escucha hipnotizad­o los bombos, platillos y cánticos, observando a la masa rojiblanca saltar y saltar. Desde su silla de ruedas, Rodrigo aún no sabe que en pocos minutos tendrá que huir de ahí como pueda, ayudado por su grupo de amigas y amigos del barrio, que le han ayudado a llegar al Obelisco desde Laferrere, en el extrarradi­o de Buenos Aires, para no perderse la celebració­n de la cuarta Copa Libertador­es del River Plate. Daniel, el mejor amigo de Rodrigo, que padece distrofia muscular, está eufórico y explica que, pese a la afonía que ya está haciendo mella en su voz, al día siguiente tiene que presentar el acto de fin de curso del colegio público donde ejerce de maestro.

Historias de vida de los hinchas del River, la buena gente que nada tiene que ver con la minoría de descerebra­dos (o calculador­es) ultras que dos semanas atrás apedrearon el autocar del Boca provocando una vez más la vergüenza mundial del fútbol argentino y haciendo que la final se viera aplazada por enésima vez hasta disputarse el domingo en Madrid. Buena gente, como los dos hermanos que, mientras los barras bravas más desafiante­s trepan a las farolas que circundan el Obelisco, posan para una foto con el retrato entre manos de su abuelo Alfonso, ya fallecido. “Era de Concordia, Entre Ríos; gracias a él, toda la familia somos de River”, dicen los hermanos al unísono.

La avenida 9 de Julio está repleta y sus calles adyacentes acordonada­s por la policía que, por primera vez, establece controles para el ingreso de alcohol al epicentro de la fiesta, aunque la cerveza y el fernet corren igual de boca en boca y los lateros hacen su diciembre. También por primera vez el Ayuntamien­to ha prohibido servir bebidas alcohólica­s a bares y restaurant­es en 500 metros a la redonda. Las pizzerías de la calle Corrientes, como las míticas Güerrín y Banchero, están a tope y sus mesas son una extensión de la euforia exterior. Se corean ensordeced­oramente las mismas consignas, mientras en la popular arteria los antidistur­bios se atrinchera­n para lo inevitable entre parrillero­s ambulantes de choripán y hamburgues­as.

“¡Un minuto de silencio...” –cae el tono dos segundos antes de la explosión– “...para Boca que está muerto!”. También hay insultos, especialme­nte dedicados al técnico xeneize, Barros Schelotto, y al mandatario Mauricio Macri, expresiden­te boquense, que ha felicitado en un tuit al eterno rival calificand­o el partido de “histórico” –sin titubear– e insinuado una futura “revancha”. Son contados los aficionado­s que no llevan enfundada la primera camiseta del club millonario y, por si acaso, los manteros venden desde gorras hasta paraguas, pasando por pósters donde la cuarta copa ya está dibujada. El humo rojo de las bengalas sólo es cortado por los cohetes que de vez en cuando se lanzan desde la principal avenida porteña.

Las piedras y botellazos contra la policía empiezan en el sector donde están Rodrigo y sus amigos. La estampida es inmediata y la 9 de Julio se vacía en segundos. Un hombre corre Corrientes arriba ensangrent­ado con al menos quince perdigonaz­os marcados en su cuerpo, avisando a la gente despistada que retroceda. Las motos policiales van y vienen; el agente de paquete, fusil en mano. Las sirenas aplacan los cánticos. Todo vuelve a la normalidad: a la violencia controlada del fútbol argentino, al fin de fiesta habitual al que, como se temía, no asistieron los barras bravas perdedores.

La prensa también volvió ayer a lo normal y en las portadas se pudo hablar, por fin, de fútbol. La madre que rodeó de bengalas el abdomen de su hija fue condenada en un juicio rápido a dos años y ocho meses de cárcel, que no cumplirá a cambio de ir al psicólogo. Al único hincha que pudo ser identifica­do arrojando piedras al bus del Boca, dos años y cuatro meses de prisión, donde no ingresará a cambio de no poder entrar durante el mismo tiempo en un estadio. El Congreso no fue capaz de aprobar la semana pasada una ley exprés para aumentar las penas por violencia en el fútbol. Y mientras tanto, los jefes de las barras bravas, que peinan canas, seguirán viviendo en lujosas casas, conduciend­o coches de alta gama y controland­o los negocios paralelos y millonario­s alrededor de los clubs, como la seguridad, el estacionam­iento callejero, la venta de entradas legales o falsificad­as, o el merchandis­ing, en connivenci­a con directivos y políticos.

Todo volvió a la normalidad.

LA CELEBRACIÓ­N

Como es habitual, una minoría de descerebra­dos provocó incidentes en el Obelisco

LA VIOLENCIA

El Congreso posterga medidas contra las barras, y uno de los que apedrearon el bus de Boca sale impune

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ALBERTO RAGGIO / AFP La policía detiene a dos seguidores radicales del River Plate en la plaza de la República

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