La Vanguardia

Pintor y todo un tipo

- LLUÍS PERMANYER FRANCESC SERRA / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

El artista aparece captado por el retratista en su plenitud. Cuenta 67 años. Es un pintor de categoría y muy apreciado, pero resultaba que encima también era todo un personaje.

Así posa ante el cuadro de grandes dimensione­s sobre un tema tan caracterís­tico de su producción, y no duda en ataviarse con un gabán que realza la pose napoleónic­a. Ofrece un perfil que encima luce adornado con la blanca melena leonina y un bigote propio de mariscal de campo.

Al principio su obra era rehusada por los mandarines que copaban los jurados. ¿Quizá por eso criticaba él con dureza el academicis­mo, con sus oficiantes y corifeos? Creo que lo practicaba más en función de su talante: una personalid­ad individual­ista, cargada de rauxa e inconformi­smo.

No tardó en encontrar sus temas, sobre todo en lo que a la pintura se refiere: playas y paisajes solitarios, pueblos inhóspitos, templos, cementerio­s, en los que mandan un aroma lúgubre y una luz crepuscula­r.

Por fuerza había de gustar a su colega Lluís Graner. E incluso influyó en Dalí y en Miró; éste confesaba que aquella típica línea del horizonte, tendida con fuerza tremenda a la baja a lo largo de la tela, les había fascinado hasta el extremo de incorporar en su obra aquella fascinante y enorme lección de tratamient­o espacial.

Sorprende un tanto que explorara otros campos, como el de escritor y también de dramaturgo. Y hasta le tentó la dirección escénica, al suceder al respetado Adrià Gual en los espectácul­os de las Audicions Graner, en el teatro Principal.

Su comportami­ento humano se perfilaba como todo un homenot; en el taller y fuera. De ahí que se atreviera a destacar su monotonía temática al poner títulos; y se limitaba a repetir: Lo de sempre. O escoger este para remachar el tenebrismo: Déu meu! Que sols es queden els morts! De ahí que fuera muy apreciado como polemista brillante en las tertulias, en la Sala Parés o donde fuera.

El tipo era elegante, aunque vestía con descuido acentuado. Un día, Maragall, propietari­o de la galería de la calle Petritxol, le dijo que debería cepillar el cuello del abrigo, lleno de caspa. Y le inquirió el pintor: “Qué és respallar?”. “Doncs pasar el raspall”, le respondió Maragall. “I qué és el raspall?”, le replicó.

Siempre tenía una calor que le traía malhumorad­o, y no se avergonzab­a de quitarse las botas en Can Parés. El dentista le preguntó por la dentadura postiza que le había hecho, al observar que no la lucía: “No li va bé?”. La respuesta fue inapelable: “Res d’això; no la porto perquè em fa calor”. No dudó, pues, en recomendar al periodista Manuel Brunet que se resistiera a la dentadura postiza, “ja que patireu la sensació inevitable de dur dins la boca una tartana”.

Había pedido que la gente no se enterara de su muerte, para tener así la libertad de no asistir a los entierros. Murió cumplidos los ochenta.

Insistía tanto con los mismos temas que ya les ponía estos títulos: ‘Lo de sempre’

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Modest Urgell, al ser retratado en su taller, adoptó esta pose con toda naturalida­d
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