Lo que da el océano
¿Existe la poesía del viaje o es algo que construye quien lo narra? Caminaba por la playa. Volvía de la Rinconada de Taucú, donde están las barcas de los pescadores. Había recorrido varios kilómetros y buscaba cómo acortar el camino para entrar al pueblo. Quería comprar un par de cosas en una de las dos pequeñas tiendas que había. Pero las casas estaban pegadas una a la otra y no había calle por medio. Daba la sensación de que tendría que desandar todo el trayecto para andarlo de nuevo después. A lo lejos vi a un hombre que recogía algo de la arena y lo colgaba de unos palos. Me acerqué. Sonreí. Saludé. Me devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Le pregunté si aquello que juntaba era huiro. “No es huiro, es cochayuyo. El huiro no se come, el cochayuyo sí. Pruébalo”. Y me ofreció un tallo. Estaba duro. “¿Así crudo se come?”, pregunté con aprensión. Le dije que me lo llevaba, que casi mejor iba a cocinarlo. Entonces sí sonrió. Y me dio un buen manojo más. Le pregunté cómo pasar al pueblo. “No hay paso hasta allá”, me informó mientras señalaba el final, tal como temía. Empecé a caminar. “Espera”. Paré. Se acercó. “Ven, vas a pasar por mi casa”. Y me guió desde la arena de la playa hasta la calle casi única del pueblo a través de su vivienda. Una vez al otro lado le pregunté su nombre. “Juan”, respondió. “Yo Flavia”. Nos estrechamos la mano. Le di las gracias. Me fui contenta con mis algas. La señora que atendía en la tienda, a la que le conté lo sucedido, dijo “será Juan Parra, qué generoso darte de sus algas, no hay muchas”. Estuve varios días comiendo cochayuyo y preguntándome si existe la poesía del viaje o es algo que construye quien lo narra.