La Vanguardia

Una maestra

- Pilar Rahola

Guardé este artículo para el domingo, el día en que intento reposar las ideas y bucear más profundo, alejada del surf en superficie a que nos obliga la realidad cotidiana. Pero ahora que estoy ante la pantalla, a punto de intentar desgranar razones, el idioma se convierte en un recipiente vacío, derrotado ante la oscuridad.

No hay gramáticas para el mal, ni diccionari­os, porque el mal es un monstruo que devora océanos de palabras, y las deja huecas de contenido, como absurdas piezas de un rompecabez­as imposible.

Quería hablar de ella, esa joven profesora que un día salió a correr y se encontró con su asesino. Miro su foto, Laura, zamorana, veintiséis añitos, su rostro bello, su sonrisa delicada, empática, su mirada limpia, la vida que fluye joven, fuerte, imparable. Intento imaginar qué debía pensar en el momento de esa foto, quizá su trabajo nuevo, que la obligó a cambiar de casa, su novio, sus proyectos...

Y de golpe, como ocurre siempre que los monstruos salen de cacería, se encontró con el horror. Secuestrad­a, golpeada, violada, asesinada, tirada en un rincón..., la crónica no ahorra ningún verbo abrupto, y es así como todo lo que tenía, lo que era, lo que podía

No hay gramáticas para el mal, porque el mal es un monstruo que devora océanos de palabras

ser, lo que habría sido todo el mundo de Laura se convierte de golpe en humo. La nada. La nada de palabras, allí donde debía escribir decenas de capítulos del libro de su vida. La nada de emociones, allí donde debían agolparse millones de emociones. La nada de vida, allí donde todo era posible, porque iba a devorar el mundo y plantar su bandera y defender su verdad, y construir un rinconcito de belleza. Pero en la esquina del infierno esperaba el mal, y el mal la cazó, la devoró, le destruyó su tiempo, y las hojas rotas de su libro de la vida quedaron huérfanas de autor.

Pienso en estos tipejos malvados, brutales, asesinos de mierda que salen a cazar jóvenes bellas para saciar su oscuridad, y siento que debería escribir sobre los violadores, las leyes que los sentencian, los debates abiertos en canal, cada vez que agreden, que violan, que matan..., tanto por hablar, tanto por corregir, tanto por rectificar.

Pero fracaso en el intento de hacer un artículo más genérico, más político, porque la sonrisa de Laura me ha atrapado en una espiral de tristeza, y no puedo dejar de imaginar el dolor de su gente, la profunda herida que deja su tragedia. ¿Cómo se recose la vida de unos padres, después de la muerte tan brutal de una hija? Y en el deseo vano de ponerse en su piel, imagino las preguntas, cómo serían esos días en manos de su verdugo, qué miedos, qué torturas, qué pensamient­os, qué terrible soledad... No, paro, no, por ahí no.

Quizás, no sé, un adiós sentido, una pena compartida. No la conocíamos en vida, pero hemos llorado su absurda muerte, y la rabia hacia el asesino se ha convertido en un sentimient­o oscuro. Es lo que consigue el mal, que todo lo ennegrece.

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