La Vanguardia

Los felices setenta

- Carles Casajuana

Carles Casajuana recuerda su juventud: “Copenhague era entonces uno de los focos de la revolución sexual y un centro de peregrinac­ión de hippies de todo el mundo. Aquella acogida tan afectuosa era sorprenden­te, pero quizás no tanto como lo hubiera sido en otra ciudad. Yo, un ingenuo estudiante de la Barcelona franquista que aún no había cumplido los dieciocho años, llegaba dispuesto a creerme cualquier cosa”.

Acomienzos del otoño de 1972, fui a Copenhague. Fui en autostop, que entonces era una manera segura y fácil de viajar, bastante común entre los estudiante­s. Llegué tarde por la noche y me alojé en un albergue juvenil, pero al día siguiente fui a un lugar en el que, según me habían dicho, se podía dormir gratis.

Se llamaba Christiani­a y fui sin saber exactament­e de qué tipo de lugar se trataba (entonces no se podía consultar en Google). Lucía un sol inusual en aquellas latitudes y la temperatur­a era muy agradable. Fui a pie, siguiendo las indicacion­es que me iban dando, y llegué a una especie de descampado rodeado de barracones militares.

No había casi nadie, pero dos chicas se me acercaron y me preguntaro­n cómo me llamaba y de dónde era. Se lo dije. “We love you”, me espetaron, muy sonrientes.

Copenhague era entonces uno de los focos de la revolución sexual y un centro de peregrinac­ión de hippies de todo el mundo. Aquella acogida tan afectuosa era sorprenden­te, pero quizás no tanto como lo hubiera sido en otra ciudad. Yo, un ingenuo estudiante de la Barcelona franquista que aún no había cumplido los dieciocho años, llegaba dispuesto a creerme cualquier cosa. Pensando en el ángulo práctico de la situación, les dije que había oído que allí se podía dormir gratis y me dijeron que sí, por supuesto. Si quería, ellas estarían encantadas de hacerme sitio en el barracón en el que vivían. Aquella noche había una fiesta. ¿Me apetecía ir?

Prome tiéndomela­s felices, fui a buscar la mochila al albergue en el que había pasado la noche y a media tarde ya estaba en el barracón que me habían indicado. Había chicos y chicas escuchando música, bailando y bebiendo cerveza. También había gente mayor. Barbas, pelo largo, saris indios, flores y sonrisas por todas partes. Mis amigas me volvieron a declarar su amor y me presentaro­n a gente. Todos me decían que me amaban: jóvenes, mayores, homlle, bres, mujeres. Tanto amor mosqueaba un poco. Pronto descubrí lo que ocurría: eran miembros de Hare Krishna, un movimiento místico hindú que por aquel entonces se estaba poniendo de moda en Europa.

Me quedé diez o doce días en Copenhague, más de la mitad de ellos en Christiani­a, pero no en aquel barracón sino en otro más seglar. El amor de mis dos amigas nunca superó el estadio platónico. Tengo muy buen recuerdo de aquellos días: desinhibic­ión, libertad, buen rollo. En Christiani­a no sólo se dormía gratis, sino que se practicaba la fraternida­d universal. Todo el mundo compartía la comida y las bebidas que tenía. Por las noches, había actuacione­s y fiestas. El número de residentes no debía de pasar del centenar. Habían ocupado aquellas instalacio­nes militares vacías y vivían en una alegre precarieda­d.

La semana pasada volví a Copenhague. Fui en avión y me alojé en un hotel, pero no pude resistir la tentación de volver a Christiani­a, para recordar viejos tiempos. Sabía por la prensa que había sobrevivid­o como barrio autogestio­nado por los residentes, pero no me imaginaba que se habría convertido en uno de los sitios más animados de la ciudad. Era domingo por la tarde y había mucha más gente paseando por la arteria principal, la llamada Pushers Street (que, en español, sería calle de los Camellos), que en el centro de Copenhague. Haciendo honor al nombre de la ca- había docenas de puestos de cannabis. Por veinte euros, se podía comprar una piedra de hachís del tamaño de una goma de borrar y, por tres o cuatro, un canuto de dimensione­s olímpicas. Había tiendas de ropa y de artesanía y bares que hervían de gente joven y de turistas ávidos de fumar porros sin disimulos. Aquí y allá se veían mesas ocupadas por parroquian­os de sesenta y setenta años con aspecto de hippies acomodados que podían pertenecer al grupo de los fundadores. En un bar se representa­ba una obra de teatro para niños.

Hablé con una residente: una mujer joven, de unos treinta años, muy simpática y locuaz. Me contó que hoy viven en Christiani­a 850 personas. Las casas tienen todas las comodidade­s: agua caliente, calefacció­n, electricid­ad. Muchas han sido construida­s por los residentes actuales. Hay médico, una guardería, un centro cultural, una residencia para ancianos. Ser admitido en Christiani­a no es fácil: cuando alguien muere o se va, suele haber más de cien solicitude­s para ocupar su lugar. El barrio es propiedad de una fundación controlada por los residentes, que viven cómodament­e por unos precios bastante módicos. Las tiendas y los bares son mucho más baratos que en el resto de Copenhague porque no pagan impuestos. El consumo y venta de drogas duras están prohibidos. Ella vive en una comuna con dieciséis personas. Tiene una habitación para ella sola, pero come y hace vida en las zonas comunes. “Eso sí, si un niño se pone pesado, se lo mando a su madre”. El alquiler y los gastos le salen por unos ochociento­s euros mensuales.

Christiani­a es hoy una simpática curiosidad que atrae turismo a Copenhague. Se ha proclamado república independie­nte dentro del reino de Dinamarca y, a la salida, hay un letrero que reza: “Está usted entrando en la Unión Europea”, porque los residentes no se consideran parte de ella. La ironía es que es difícil imaginar un lugar así fuera del espacio de libertad que es hoy la Unión Europea.

En Christiani­a todos decían que me amaban: jóvenes, mayores, hombres, mujeres; tanto amor mosqueaba un poco

La semana pasada volví, sabía que había sobrevivid­o como barrio autogestio­nado, pero no lo imaginaba tan animado

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