La Vanguardia

El sentido de la vida

- Joana Bonet

El sentido de la vida es algo parecido al horizonte. No le decimos a nadie que lo “oteamos”, ni siquiera a nosotros mismos, aunque a veces lo hagamos; es un verbo marginal, grandilocu­ente. Observamos la línea perfecta donde parece juntarse el universo que nunca alcanzarem­os. Tan sólo es un efecto óptico, a pesar de su nitidez. ¿Qué cantidad de postales cursis con atardecer rosado se habrán vendido a lo largo de la historia? Cuánta complacenc­ia se habrá derramado ante esa conjunción de cielo y mar brochada de colores, puestas de sol azucaradas que traen una ilusión de finitud, de que existe un destino. Únicamente los niños pueden tocarlo en sus dibujos, capaces de humanizar la idea de lejanía que nos acompañará cada vez que nos quedemos sumidos en un mar de extrañeza y digamos “¡qué absurdo es todo!”.

En el pensamient­o racional, el sentido de la vida está en nacer, crecer y morir con cuatro certezas porque el resto son preguntas sin respuesta. Claro que hemos experiment­ado, incluso nos

Yoga, cursos disruptivo­s, buenos vinos, viajes... cuando tan sólo basta con esperar a que llegue Navidad

arriesgamo­s por carreteras secundaria­s. Y nos desmelenam­os alguna noche para comprobar que, al fin y al cabo, nada se mueve excepto el páncreas resacoso.

Nos preguntamo­s por el sentido de la vida practicand­o asanas de yoga, matriculán­donos en cursos disruptivo­s, probando buenos vinos, viajando a la Conchinchi­na cuando tan sólo basta con esperar a que llegue Navidad –un poderoso imán capaz de rejuntar a la familia más díscola– para que el sentido de la vida se siente a la mesa dispuesto a celebrar el vínculo que nos mantiene en pie.

Familia: nido, aliento, confianza en pijama y zapatillas, odio transitori­o y secreto, manías incorregib­les, colchón para caídas, placidez, rutinas, fantasmas, también ratonera. Un ente complejo y a la vez doméstico alimentado por la crianza común, un mapa compartido de nombres, costumbres y pucheros que cartografí­a nuestra existencia, aunque a veces lo olvidemos.

El Pew Research Center desvela estos días el resultado de una doble encuesta realizada a escala nacional en Estados Unidos en la que más de ocho mil ciudadanos buceaban en las cosas que aportaban sentido a su existencia. Y siete de cada diez, sin importar diferencia­s sociodemog­ráficas, respondier­on que la familia era la mayor fuente de satisfacci­ón y realizació­n personal, por delante de la religión, la carrera profesiona­l, las causas sociales, las aficiones o los viajes.

Chesterton definía a la familia como “el lugar donde nacen los niños y mueren los mayores, donde la libertad y el amor florecen, ni una oficina ni un comercio ni una fábrica”. Libertad y amor. Porque sean biológicas o de elección, numerosas o monomarent­ales, tradiciona­les, extravagan­tes, recosidas, inmaduras, gais o trans, esta noche un grupo de personas que se quieren colmarán esa especie de ausencia que se queda en la noche de los días más cortos del año. Y darán sentido a su vida.

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