La Vanguardia

Cuentos de Navidad

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Afinales de noviembre de 1931, en un pueblo de Alabama, Buddy, un niño de siete años, y su amiga sesentona empiezan a preparar la Navidad. Buddy (a saber dónde están sus padres) vive con unos parientes desabridos: “A menudo nos hacen llorar”. La sesentona es prima lejana del niño. Simpática y extravagan­te, siempre aparece en el cuento como “mi amiga”. Lleva zapatillas de tenis y un suéter deformado sobre un vestido de verano. Ella, el pequeño Buddy y el perro Queenie forman una sociedad defensiva. Pasean por el bosque, pescan, recogen hierbas y flores, venden los frutos que encuentran. Han construido un mundo a su medida. La relación de esta extraña pareja es de las que quedan en la memoria del lector. Dos seres abandonado­s que se apoyan, tan pobres de afecto y protección como ricos de alegría ingenua y fantasiosa. Buddy es, en realidad, el escritor Truman Capote, que, años después, completó con tres cuentos, dos de ellos navideños, la primera edición de Desayuno en Tiffany’s (1958), la novela que lo consagró.

Uno de los Tres cuentos (Anagrama) se ha convertido en Estados Unidos en el equivalent­e de la celebérrim­a Canción de Navidad de Dickens. Alegre, ligero, pero no fácil de digerir, Recuerdo de Navidad narra la pasión con que vive estas fiestas la amiga de Buddy, que, además de vieja y algo chiflada, es tullida. Debido a ello, ha pasado toda la vida recluida en un rincón del mundo, despreciad­a por sus familiares, excluida de la sociedad. En lugar de quejarse, esta mujer destila un alborozo que segurament­e nos parecería bobalicón si tropezáram­os con ella casualment­e por la calle (nuestras opiniones sobre los demás responden habitualme­nte a las convencion­es). Sin embargo, gracias a la mirada del niño Buddy (y futuro escritor Capote), nos impresiona por la generosida­d que destila y por la fuerza con que soporta la desdicha y la soledad. Transforma la fealdad y la mezquindad que le ha tocado en suerte en una rara y bondadosa alegría personal.

Aquel día de noviembre, se adentran en el bosque, disfrutan del olor a musgo, cortan un abeto, recogen nueces y con las cuatro monedas que han podido ahorrar durante el año, compran harina, uvas pasas, mantequill­a y todos los ingredient­es necesarios, incluido el whiskey, para preparar el típico pastel de Navidad americano: el fruitcake. No lo preparan tan sólo para ellos. La mayor satisfacci­ón de esta mujer menuda, deforme e infantil es regalar en Navidad el pastel de fruta a 30 personas. Apenas conoce a la mayoría de ellas, pero de una manera más o menos fantasiosa, forman parte de su vida: un viajero que un día pasó fugazmente por aquel rincón de Alabama, por ejemplo; o el presidente Roosevelt, que siempre contesta agradecien­do el regalo.

Truman Capote no quiere moralizar, sino evocar a esta singular amiga, que le acompañó en su desarraiga­da infancia. Generalmen­te, el cuento de Navidad, al menos según el modelo que Dickens popularizó, implica el retorno de un adulto (o de un anciano: Mr. Scrooge) a la infancia, la única patria verdadera. Con todo, y a pesar de que la intención del autor es estrictame­nte evocadora y literaria (esto es: no moralista), es inevitable deducir una moraleja de este cuento. No sólo por la belleza moral que destila esta mujer marchita, contrahech­a y juguetona, amiga del narrador, sino por la visión del regalo de Navidad que el cuento revela. Esta peculiar niña vieja nos sugiere que, en el regalo, el objeto es lo de menos. El regalo actuaría como el taxista, que acompaña en su coche al espíritu del donante.

Otros muchos cuentos de Navidad se podrían comentar en un día como hoy. De Dickens y Tolkien a J.M. Folch i Torras y Pius Pujades (de quien la semana pasada presentamo­s en Girona La naturalesa humana, editado por Rupes Nigra, con maravillos­os dibujos navideños del poeta y pintor Narcís Comadira). De H.C. Andersen a Louis May Alcott. De Isak Dinesen y Azorín a Pere Calders. De todos los cuentos de Navidad, el que más me gusta es Los muertos, de James Joyce, incluido en Dublineses (Lumen; Alianza). Debería haberlo comentado hoy, pues contiene una pequeña escena que describe con insidiosa e inquietant­e precisión el actual ambiente político catalán. Pero me ha dado pereza regresar hoy a la política.

El caso es que, por azar, ha caído en mis manos la versión castellana de los Cuentos completos de Primo Levi (El Aleph Ed.), el gran narrador del holocausto judío en los campos nazis. Y he descubiert­o Última Navidad de guerra ,el cuento más alejado del almíbar navideño que uno puede leer. Hablaré de él algún día. Hoy tan sólo apunto que la rareza de esta narración navideña no reside en su protagonis­ta, un judío encerrado en Auschwitz. Reside en este punto: en uno de los peores infiernos que ha conocido la humanidad, se vivieron tres manifestac­iones de la Navidad perdida que la actual Navidad, tan azucarada, ya no permite: el impacto ambiguo de la empatía entre el fuerte y el débil, el milagro de un regalo imprevisto y, en medio del horror, el humor más cándido.

En el regalo, el objeto es lo de menos; el regalo actuaría como el taxista, que acompaña en su coche al espíritu del donante

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IMAGES OF AFRICA / GETTY

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