La Vanguardia

El canto del gallo

- Daniel Fernández

Cuando hoy caiga el sol dará principio la Nochebuena, la misma que el villancico más triste del mundo nos dice que se viene y se va, mientras que nosotros nos iremos y no volveremos más… Cada familia carga, en Nochebuena y Navidad, con su ciclo propio de celebracio­nes y tradicione­s. Tal o cual plato, la memoria de los que ya murieron, el tió, la casa de la madre, a la que siempre se vuelve mientras ella esté, la sopera que sólo se usa en estas fiestas, la música del recuerdo, los turrones o las neulas, en fin, todo eso.

Mi padre, que falleció hace ya treinta y seis años, solía llevarnos a la misa del gallo, que se celebraba a la medianoche en una pequeña iglesia de piedras viejas y grises. No era nuestra parroquia, aunque estaba también muy cerca de casa, pero creo que a mi padre le gustaba aquella antigua y pequeña iglesia, de una sola nave y bancos algo desvencija­dos. La misa del gallo, que obligaba a abreviar la cena y la charlas entre parientes, nos permitía entender también que la Navidad era la conmemorac­ión de algo más que los ritos de paso familiares. Nunca me he sentido más cerca del misterio de la muerte y el nacimiento que en aquellas vigilias nocturnas de mi infancia, en aquella iglesia mínima, con mi padre al lado y el frío en la calle, mientras las velas del interior parecían ofrecer no sólo luz, sino también calor.

Durante mucho tiempo creí que la misa de Nochebuena se llamaba así porque el gallo había cantado, en mitad de la noche, para proclamar el milagro de la venida al mundo de nuestro redentor. Supongo que la leyenda me la inculcaron en casa. Años después supe que los romanos entendían que el nuevo día empezaba ad galli cantus ,y que contra toda evidencia lo situaban en la medianoche. Es más, hacia las tres de la mañana sonaba el gallus, una suerte de trompeta que anunciaba el ya relativame­nte próximo amanecer.

La misa nocturna de celebració­n de la Natividad fue instituida en el siglo V por el papa Sixto III, y pronto el rito de la medianoche se hizo enormement­e popular. Algo hay, sin duda, que une también la Nochebuena con el gallo que cantó cuando Pedro ya había negado a Cristo tres veces. San Pedro in Gallicantu­m era tal vez el nombre de una basílica perdida de Jerusalén, por no irme a Santo Domingo de la Calzada y al milagro del gallo que cantó después de ser cocinado. El gallo y la gallina, el huevo que contiene la vida, el mismo gallo que mataremos para celebrar la fiesta, todo contribuye a un círculo de muerte y de vida, a la espera del día nuevo en la oscuridad de la noche y la creencia de que tal vez no sea nuestro final nada más que otro rito de paso, un irse de un lugar a otro, donde, ojalá, puede ser que nos esperen y volvamos a ver a todos aquellos que se fueron para no volver más. La misma eucaristía, con su sangre y carne simbólicas, forma parte de esa esperanza. Hace mucho que no creo en la vida después de la muerte, pero a veces, en Nochebuena, me da por creer que puede cantar el gallo a medianoche. Y que canta a la vida…

¡Feliz Navidad!

Nunca me he sentido más cerca del misterio de la muerte y el nacimiento que en aquellas vigilias nocturnas de mi infancia

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