La convivencia como bien superior
EL mensaje navideño de Su Majestad el Rey ha estado este año vertebrado por la idea de convivencia. Convivir significa vivir en compañía de otro o de otros, junto a ellos, y se sobreentiende que con un nivel de armonía suficiente como para que la convivencia sea la semilla del progreso común. A priori, la convivencia es siempre un objetivo deseable. Y acaso lo sea más en tiempos convulsos como los actuales, que en la escena internacional nos han traído un resurgir del unilateralismo y la división, ejemplarizados por Trump y el Brexit; y, en la escena española, las tensiones asociadas al encaje de Catalunya en el marco estatal.
En su mensaje de Nochebuena, Felipe VI quiso poner énfasis en esta idea de convivencia. Lo hizo con una mirada hacia atrás, hacia la Constitución vigente, cuyo cuadragésimo aniversario acabamos de celebrar. Y lo hizo también con la mirada puesta en el futuro, en las generaciones más jóvenes, a las que dijo dirigirse especialmente. Este doble eje convivencial, que en realidad debería ser uno solo, es al decir del Monarca “la obra más valiosa de nuestra democracia y el mejor legado” que cabe entregar a quienes nos sucederán. Quizás no sea el único, ya que los últimos cuatro decenios han sido también tiempos de avances en lo económico y en lo social. Pero es obvio que estos avances no podrían haberse dado sin unas bases de acuerdo entre los distintos, y en ocasiones divergentes, actores de la política española. O, por decirlo en palabras del Rey, no se hubiera dado sin “la reconciliación y la concordia; el diálogo y el entendimiento; la integración y la solidaridad”.
Es oportuno recordar esto, como hizo el Rey en su discurso del lunes por la noche, porque cuando una sociedad se halla inmersa en una crisis tiende a pensar que las profundas diferencias existentes la harán irresoluble. Pero no tiene por qué ser así. Era más compleja la situación política que desembocó en la transición a la democracia que la situación que ahora tenemos. Entonces se hablaba todavía de las dos Españas surgidas de la Guerra Civil, que tuvo un tremendo y duradero efecto divisorio. Se emergía de las tinieblas de una dictadura y se alcanzó la democracia y la libertad. Ahora el país debe afrontar otros conflictos, algunos de ellos serios y, además, enquistados desde hace ya demasiados años. Pero es precisamente el recuerdo de las dificultades superadas por una democracia mucho más joven, menos robusta que la actual, lo que debería darnos recursos sobrados y confianza para afrontar y superar los problemas de nuestros días.
Ese es, sin duda, el principal desafío que tiene ante sí España. Y no será sencillo ni rápido darle respuesta. Las voces altisonantes que pretenden imponer, aquí y allá, su criterio sin atender a otras razones más que las propias se están haciendo oír más de lo que sería deseable. Para algunos, no hay otra receta que el sometimiento del rival a la propia doctrina. Pese a que ya todos sabemos que este tipo de conductas no alumbra soluciones positivas ni de largo alcance. Al contrario, eterniza los conflictos y constituye un caldo de cultivo para la enemistad.
Hay otro camino, sin duda mejor, y es el de la convivencia. Una convivencia que requiere diálogo permanente, a sabiendas de que a veces ese diálogo exigirá ciertas renuncias. Todas ellas merecen ser aceptadas, salvo la renuncia a convivir en paz y a seguir defendiendo las ideas con el diálogo en busca del acuerdo.