Vida digna y fiscalidad
Estamos convencidos de que no hay nada gratis? Si lo estamos, coincidiremos en que el problema es cómo repartir entre los ciudadanos el coste de los servicios públicos. Para ello, hay que distinguir entre servicios de los que todos nos beneficiamos, como la seguridad, y aquellos en los que su beneficiario es la propia sociedad y sus usuarios, por ejemplo, la sanidad. Mientras que los primeros se han de financiar con impuestos, no ocurre lo mismo con los segundos que, en unos casos, se financian íntegramente con estos, como la sanidad, y, en otros, se cofinancian a través de tributos y de precios o tarifas, por ejemplo, los medicamentos o el transporte público. Mientras que unos se identifican normalmente con derechos universales básicos, los otros obedecen a servicios esenciales de una intensidad menor; supuestos estos últimos en los que, en ocasiones, el precio que el usuario paga está en función de su nivel de renta, como en los medicamentos, y, en otras, este nada tiene que ver con aquel, como en el transporte.
Por su parte, la expansión del Estado de bienestar ha propiciado la proliferación de servicios públicos y prestaciones cuya financiación es también muy diversa. Todo ello nos obliga a reflexionar sobre cómo repartir de forma más justa el coste de los servicios asociados ese modelo de Estado. Para ello, habría que distinguir entre derechos básicos y aquellos que no lo son, identificando de forma concreta unos y otros, esto es, diseñando una especie de “cartera de servicios”. Mientras que los primeros son los que garantizan una vida digna (básicamente,
Para repartir de forma más justa el gasto público habría que precisar qué derechos son básicos y cuáles no
trabajo, educación, sanidad y vivienda), los segundos son aquellos que, siendo esenciales, no son imprescindibles para ello. En este contexto, es obvio que los impuestos han de sufragar el coste de los servicios y prestaciones inherentes a los derechos básicos de quienes están en situación de exclusión y vulnerabilidad social. Pero no es tan obvio que haya de ocurrir lo mismo con quienes no lo están.
Quiero decir que, si bien “todos” hemos de contribuir a sufragar el coste de quienes están en tales situaciones, no es tan obvio que hayamos de hacer lo mismo con relación a aquellas otras en las que la renta que se obtiene permite financiarlos individualmente; casos en los que tal vez es más lógico que su coste se sufrague directamente por el usuario en función de su nivel de renta, como ocurre por ejemplo con los medicamentos. Otra opción, como sucede de hecho con estos últimos, es que una parte se sufrague con impuestos y otra por el usuario. De esta forma se consigue, además, una percepción de “valor” del servicio que se presta y se fomenta un uso más racional de los servicios.
Sea como fuere, creo que ha llegado el momento de replantear la financiación sostenible y racional del Estado de bienestar dejándonos de populismos y centrándonos en lo que nos une: una vida digna y su financiación.