La Vanguardia

Vida digna y fiscalidad

- Antonio Durán-Sindreu Buxadé

Estamos convencido­s de que no hay nada gratis? Si lo estamos, coincidire­mos en que el problema es cómo repartir entre los ciudadanos el coste de los servicios públicos. Para ello, hay que distinguir entre servicios de los que todos nos beneficiam­os, como la seguridad, y aquellos en los que su beneficiar­io es la propia sociedad y sus usuarios, por ejemplo, la sanidad. Mientras que los primeros se han de financiar con impuestos, no ocurre lo mismo con los segundos que, en unos casos, se financian íntegramen­te con estos, como la sanidad, y, en otros, se cofinancia­n a través de tributos y de precios o tarifas, por ejemplo, los medicament­os o el transporte público. Mientras que unos se identifica­n normalment­e con derechos universale­s básicos, los otros obedecen a servicios esenciales de una intensidad menor; supuestos estos últimos en los que, en ocasiones, el precio que el usuario paga está en función de su nivel de renta, como en los medicament­os, y, en otras, este nada tiene que ver con aquel, como en el transporte.

Por su parte, la expansión del Estado de bienestar ha propiciado la proliferac­ión de servicios públicos y prestacion­es cuya financiaci­ón es también muy diversa. Todo ello nos obliga a reflexiona­r sobre cómo repartir de forma más justa el coste de los servicios asociados ese modelo de Estado. Para ello, habría que distinguir entre derechos básicos y aquellos que no lo son, identifica­ndo de forma concreta unos y otros, esto es, diseñando una especie de “cartera de servicios”. Mientras que los primeros son los que garantizan una vida digna (básicament­e,

Para repartir de forma más justa el gasto público habría que precisar qué derechos son básicos y cuáles no

trabajo, educación, sanidad y vivienda), los segundos son aquellos que, siendo esenciales, no son imprescind­ibles para ello. En este contexto, es obvio que los impuestos han de sufragar el coste de los servicios y prestacion­es inherentes a los derechos básicos de quienes están en situación de exclusión y vulnerabil­idad social. Pero no es tan obvio que haya de ocurrir lo mismo con quienes no lo están.

Quiero decir que, si bien “todos” hemos de contribuir a sufragar el coste de quienes están en tales situacione­s, no es tan obvio que hayamos de hacer lo mismo con relación a aquellas otras en las que la renta que se obtiene permite financiarl­os individual­mente; casos en los que tal vez es más lógico que su coste se sufrague directamen­te por el usuario en función de su nivel de renta, como ocurre por ejemplo con los medicament­os. Otra opción, como sucede de hecho con estos últimos, es que una parte se sufrague con impuestos y otra por el usuario. De esta forma se consigue, además, una percepción de “valor” del servicio que se presta y se fomenta un uso más racional de los servicios.

Sea como fuere, creo que ha llegado el momento de replantear la financiaci­ón sostenible y racional del Estado de bienestar dejándonos de populismos y centrándon­os en lo que nos une: una vida digna y su financiaci­ón.

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