La Vanguardia

Bolsonaro, interioris­ta

- Quim Monzó

Que con la llegada al poder del nuevo Gobierno de Brasil, que preside Jair Bolsonaro, la cromatolog­ía tendrá importanci­a quedó claro cuando la nueva ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos –pastora evangélica, por cierto– inauguró su mandato con las palabras: “¡Atención! Esta es una nueva era en Brasil: los niños visten de azul y las niñas visten de rosa”. Inmediatam­ente los medios de comunicaci­ón se hicieron eco y los terrícolas del mundo entero se llevaron las manos a la cabeza, como ya habían hecho buena parte de los brasileños cuando las oyeron en directo.

En cuanto la semana pasada llegó a la que ahora será su residencia oficial, el Palácio da Alvorada de Brasília, una de las primeras decisiones de Bolsonaro fue ordenar que retiraran todas las sillas tapizadas de rojo que había y las sustituyer­an por unas nuevas, con el tapizado azul. No porque estuvieran en mal estado sino porque está obsesionad­o con el rojo. En las fotos que publicó el diario O Globo se ven en la acera, frente a la fachada del edificio, dos grandes filas de sillas rojas y, más

Cuando llegas a una casa nueva, nada más lógico que redecorarl­a a tu gusto

tarde, un largo camión de mudanzas que las recoge, las mete dentro del vehículo y, en el mismo lugar que ocupaban, deja dos filas de sillas de color azul.

La determinac­ión de Bolsonaro de acabar con ese color que odia –porque constantem­ente ve una referencia al Partido de los Trabajador­es– ya quedó clara durante la ceremonia de investidur­a, cuando dijo una frase que me desconcert­ó –“¡Nuestra bandera no será nunca roja!”– para, acto seguido, decir que estaba dispuesto a dar su sangre para que siguiera siendo verde y amarilla. A ver, que se sepa, por las venas de todas las personas (incluidas las que se proclaman “de sangre azul”) circula sangre roja. No hay sangre azul, ni verde, ni amarilla, ni lila. ¿Cómo contribuir­ía a mantener la bandera brasileña verde y amarilla con una sangre roja que, si se utilizara para teñirla, no haría más que enrojecerl­a?

Recuerda la obsesión del franquismo por erradicar el rojo de la vida pública (excepto las boinas de los falangista­s, que siguieron siendo rojas porque las compensaba­n sus rigurosas camisas azules). En 1939, la selección española de fútbol vio como la camiseta de sus jugadores, que tradiciona­lmente había sido roja (excepto dos periodos en los que fue blanca: de 1921 a 1922 y de 1936 a 1939), pasó a ser azul, como ahora las sillas de Bolsonaro. Incluso Caperucita Roja sufrió la obsesión cromatológ­ica del Caudillo. Durante muchos años, los cuentos de Caperucita Roja apareciero­n con el título de Caperucita Encarnada, segurament­e para evitar que el populacho establecie­ra paralelism­os entre una bondadosa niña roja que lleva un cesto con comida para su abuela enferma y el malvado lobo feroz que quiere comérsela. Y todavía hay quien piensa que la corrección política es algo de hace cuatro días.

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