La Vanguardia

Carta a un escritor francés

- EL RUNRÚN Clara Sanchis Mira

Señor Yann Moix: soy esa mujer que usted no puede amar. Tengo cincuenta años. No se preocupe, estoy bien. De algún modo soy también la mujer que tuvo dieciocho, y cuarenta, y la que quizás tendrá sesenta y hasta ochenta y cinco. La edad es un juego de muñecas rusas. Yo misma he amado a hombres que me doblaban la edad. He acariciado los surcos de su piel como quien se desliza en trineo por un paisaje excitante, aunque choque de cabeza contra un pino. He creído oír en su voz rota la sabiduría de una madurez que podría sosegarme, sin pensar que amarme a mí entonces fuese un signo de infantilis­mo. He amado a hombres como usted, y no sería justo que ahora me hiciera la sorprendid­a con sus declaracio­nes. Sí podríamos preguntarn­os qué falta nos hacían. Para qué tendría uno que ir por ahí contándole al mundo lo que no puede amar. Podríamos escarbar en el impulso que le ha llevado a publicitar su desamor hacia millones de mujeres que no le conocen de nada, pero no abramos ese melón. Mire, yo le creo cuando dice que vive como una maldición su incapacida­d de amar a hembras maduras. Pobrecillo. Y entienda que, con nuestra incompatib­ilidad sexual, me sienta un poco su madre, con su misma edad solar.

Hijo mío, lo que le pasa es normal. Porque no somos tan dueños de nuestros gustos. Su sensación de libertad interior es una mentira que le cuenta la sociedad de consumo para hacer de usted carne de salchicha, es un decir. Usted y yo crecimos en un mundo dominado por el hombre que, en un empacho de poder, se dio a sí mismo el mejor trozo de tarta, organizand­o una estética que alarga la vida sexual masculina, en detrimento de la femenina.

Yo le creo cuando dice que vive como una maldición su incapacida­d de amar a hembras maduras; pobrecillo

No es algo que inventara usted. Con ver de niño unas cuantas películas del viejo John Wayne, la patología amorosa está asegurada; ínfimo ejemplo en medio de un bombardeo de mensajes que no vamos a detallar. Cuánta tristeza padecerían las mujeres que acababan su misión seductora y reproducti­va con cincuenta años y Eros enterrado en vida, sin tener ni el alivio de una profesión. Pero no se preocupe; gracias a la lavadora, el anticoncep­tivo y el inmenso tesón femenino, este desajuste es cuestión de tiempo. O de dinero.

Hijo, desde que las mujeres somos dueñas de nuestra economía, el progreso nos necesita. Pagaremos sólo por ver la película que nos dé un papel que nos guste. Y del mismo modo que nosotras ya podemos amar a hombres delicados que no tienen media bofetada, sus hijos –a usted lo damos por perdido– podrán sentirse seducidos por mujeres que trasmitan inteligenc­ia y madurez. Es sólo un cambio de óptica. Mire, he visto su foto; en confidenci­a le aconsejarí­a unos trucos de belleza infalibles. Pero lo interesant­e es que falta poco para que una hembra con el mismo aspecto que tiene usted despierte el deseo de algún macho innovador.

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