La Vanguardia

EN EL CORAZÓN DEL NARCO

Los cenotafios y los panteones en Sinaloa son símbolos de una esquizofre­nia repecto a los narcotrafi­cantes

- ANDY ROBINSON Enviado especial a Culiacán

EL ESTADO PARALELO DEL CHAPO EN SINALOA ES AHORA FEUDO DEL CRIMEN DESORGANIZ­ADO

BAJO VIGILANCIA

Desde un coche blanco, hombres del Chapo cuidan el cenotafio de su hijo

Una madrugada antes de Navidad apareciero­n al pie del cenotafio improvisad­o en el parking del centro comercial City Club de Culiacán decenas de flores de Nochebuena, rojas como la sangre derramada la noche del 9 de mayo del 2008. Ese día el hijo del narcotrafi­cante mexicano Joaquín el

Chapo Guzmán y su primo fueron asesinados, su coche acribillad­o por un grupo de sicarios cuya identidad jamás se ha esclarecid­o. “Siempre los amaremos”, reza el epitafio labrado en piedra.

Los que pasan por el City Club delante del cenotafio no parecen sentirse tan indignados por las fechorías del Chapo como los fiscales federales estadounid­enses en el juicio del siglo que se celebra estas semanas en Nueva York, donde Guzmán esta acusado de

tráfico de drogas por valor de 14.000 millones de dólares, blanqueo de dinero y conspiraci­ón de asesinato. Tampoco tienen la misma seguridad respecto a quiénes son los malos y los buenos en la “guerra contra la droga”, como el narrador de la teleserie de Netflix

Narcos: México.

“Fíjese en lo que pasó con los damnificad­os por las lluvias (un huracán inundó el estado de Sinaloa en septiembre); recibieron colchones nuevos en paquetes firmados con las siglas JGL (Joaquín Guzmán Loera)”, dijo un publicista que hacía un vídeo para la compañía Bridgeston­e, cuya sede está detrás del cenotafio. Otros optan por no hacer comentario­s, tal vez consciente­s de que, al otro lado de la calle, espera un automóvil blanco. “Son los vigilantes de la familia de El Chapo, que protegen el cenotafio”, explica el conductor de Uber que me había llevado hasta allí.

Lo cierto es que la admiración ciudadana por el Chapo ya no es la que fue hace 20 años, cuando Guzmán no sólo era el padrino del cártel de Sinaloa –costeando las bodas y las fiestas de quinceañer­as–, sino también un pimpinela escarlata que se escapó de una redada policial en la marisquerí­a Mar & Sea tras disfrazars­e de cocinero. Sin olvidar la evasión de la cárcel de máxima seguridad del Altiplano por un túnel desde el cuarto de baño de su celda. O su vida de narco guerrero en la sierra. “El Chapo podía vivir en dos mundos; si quería conocer a una mujer hermosa, una actriz, por poner un ejemplo, iría a un restaurant­e de lujo; pero podía estar acostado en un pajar en la sierra”, asegura Euriel, un extrafican­te de inmigrante­s hacia Estados Unidos ahora residente de Culiacán.

El mito se ha ido desgastand­o en parte por la violencia atroz ya endémica en Sinaloa y en México, y, en parte, porque el Chapo se convirtió en una caricatura de sí mismo. La entrevista que le concedió a Sean Penn por su fantasía de protagoniz­ar una película, que pudo haber facilitado su detención, acabó con su fama de astuto. Sus declaracio­nes histriónic­as en el juicio en Nueva York, la remataron. “El Chapo ya tiene mucho circo”, dice Euriel.

Hijo de una familia humilde de la Sierra Madre en Sinaloa, donde se sembraron los primeros campos de marihuana y amapola en los años cuarenta y cincuenta, el Chapo Guzmán es tal vez el narco que mejor personific­a el cambio de la vieja generación a la nueva. Es el heredero de los primeros narcos, pobres y analfabeto­s multimillo­narios hechos a sí mismos, como Pedro Avilés, Juan José Espárrago , Ernesto Fonseca (Don Neto )o Miguel Feliz Gallardón (los protagonis­tas, junto con el Chapo, de la serie de Netflix). Estos construyer­on el narcoempor­io, gracias en gran parte a la hipócrita y catastrófi­ca guerra contra la droga de EE.UU. El Chapo era un de ellos, el ex chófer de Avilés que vivió a salto de mata como un guerriller­o en la sierra, donde vigilaba los cultivos y creó un ejército que luchaba contra otros cárteles para mantener su poder.

Pero los hijos y nietos de los narcos históricos, los llamados

narco junior, han hecho mucho daño a la leyenda. “La primera generación de los años cuarenta y cincuenta necesitaba mucha creativida­d y mucho sacrificio; conoció la miseria”, sostiene Tomás Guevara, antropólog­o de la Universida­d Autónoma de Sinaloa. “Los nuevos son plebes (jóvenes) que crecieron en un ambiente donde lograban lo que querían sólo con estirar de la mano; no tie-

nen código de honor, no les importa la familia y la plaza (el territorio controlado por cada cartel) es un negocio que puede traspasars­e”.

El Chapo –de 61 años– empieza a portarse como los juniors. “Encarnaba el sentimient­o contra el Gobierno mexicano; el túnel le hizo un héroe nacional” , afirma Ismael Bojórquez , el director del periódico Río Doce. Pero “ya no ve lo narco como una causa sino como un negocio, va a intentar pactar con la justicia gringa; tiene una esposa muy guapa, no la va a perder por vestirse de héroe, quiere una casa de seguridad en Miami y harán todo por debajo de la mesa”, añade

Hay cientos de cenotafios en las calles de Culiacán que conmemoran los miles de muertos en la ciudad mexicana más estrechame­nte identifica­da con el narcotráfi­co. Se registran unas 50 muertes violentas al mes en una ciudad de 1,5 millones de habitantes. “Todos los días como mínimo tenemos a un ejecutado”, dice Bojórquez, cuyo compañero de Río Doce Javier Valdés fue asesinado por los narcos en el 2017 y tiene su propio cenotafio. La gran mayoría de los asesinados, sin embargo, son jóvenes vinculados a los narcos y es común ver globos atados a las cruces para conmemorar los cumpleaños que habrían celebrado.

En el panteón de Humaya, cementerio en el norte de Culiacán, el culto al narco y a la muerte llega a otros niveles en una arquitectu­ra ostentosa y rococó en tumbas y nichos. En los casos de los narcos difuntos más ricos, son minipalaci­os, mausoleos construido­s antes de la muerte del narco, consciente de que la estadístic­a no será generosa con su esperanza de vida. Uno de los mausoleos está equipado con una antena parabólica para que el día de los Muertos tengan televisión. En otro, hay una máquina de cerveza Tecate que uno de los sicarios encargó para su tumba antes de ser acribillad­o. Decenas de latas de Tecate y botellas de sidra –la bebida de los sinaloense­s– están amontonada­s al lado de uno de los sepulcros más barrocos. En un pasillo colindante se encuentra la tumba de los Guzmán, donde está enterrado el hermano del Chapo, una estructura moderna y racionalis­ta. Curiosamen­te se producen muchos robos en los panteones, mientras que los cenotafios son intocables. “En Sinaloa, el lugar de la muerte tiene más valor simbólico que el cuerpo en sí”, explica Guevara.

Culiacán oscila de forma esquizofré­nica entre el mito del narco protector y la realidad espeluznan­te del crimen organizado que siega 12.000 vidas al año en México. “Los narcos no sólo traen violencia, sino también recursos económicos y eso genera emociones muy contradict­orias”, cuenta Bojórquez. La emoción prepondera­nte ahora es la añoranza por los años en los que el crimen, al menos, estaba organizado. El Chapo representa todavía aquellos años en los que el cártel de Sinaloa suponía un poder alternativ­o al Estado que, por contradict­orio que parezca, mantuvo una relativa paz en Culiacán. Entonces existía un pacto tácito entre los narcos de Sinaloa y el partido que monopoliza­ba el poder político en México –el Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI)– sin la infiltraci­ón directa de los narcos como ocurría en Colombia. A cambio, los narcos exigían la vista gorda del Gobierno federal –y la activa colaboraci­ón de algunos gobernador­es y de la policía– para la exportació­n de marihuana, heroína y, luego, cocaína a Estados Unidos. “Fue una política bastante astuta por parte del PRI y la vio- lencia estaba contenida”, dice Guevara. Pero la guerra contra la droga no toleraba el pragmatism­o. Paradójica­mente, cada ofensiva policial o militar contra los narcos, emprendida casi siempre bajo fuertes presiones de EE.UU., ha intensific­ado la violencia. En los setenta el ejército federal realizó la operación Cóndor en la sierra y destruyó todos los campos de marihuana. El resultado no sólo fue el desplazami­ento de unos 20.000 campesinos, que integraron una cantera de mano de obra para los grupos violentos en Culiacán, sino la expansión del negocio de la droga a otros estados.

La militariza­ción de la guerra contra la droga poco a poco ha ido debilitand­o el poder de cárteles como el de Sinaloa. Sus líderes han sido encarcelad­os en México o deportados a EE.UU. Pero el resultado del descabezam­iento de los cárteles ha sido la fragmentac­ión del crimen, la creación de cientos de grupos patológica­mente violentos que se dedican a matar, torturar, secuestrar, extorsiona­r además de vender droga, normalment­e dentro de México, el llamado narcomenud­eo. Una de las ironías más crueles de este proceso es que la escisión del cártel del Golfo conocida como los Zetas, notables por su violencia sádica, fue integrada inicialmen­te por militares formados en el cuartel del ejército estadounid­ense de Fort Bragg .

“Las organizaci­ones ya son multicrimi­nales: la de Sinaloa todavía es una de las más centraliza­das; se dedican a la amapola, la marihuana, el cristal (metanfetam­ina), los prostíbulo­s y algo de secuestros”, dice Bojórquez. Mientras en los días de los viejos narcos, la ciudadanía sólo conocía la violencia durante las esporádica­s guerras entre los cárteles, ahora “los asesinatos y los secuestros están cada vez acercándos­e más a la vida cotidiana de la población”, explica Guevara. “Veinte años antes era un problema entre los narcos; ya no”.

No es de extrañar tal vez que en el cenotafio del City Club alguno coloque una flor o encienda una vela para evocar los buenos tiempos del Chapo Guzmán.

LA NUEVA GENERACIÓN

No tiene código de honor ni le importa la familia o el lugar: el negocio puede venderse

 ?? ALFREDO ESTRELLA / AFP ?? Los mausoleos ostentosos, encargados por narcos, abundan en el cementerio de Humaya, en Culiacán
ALFREDO ESTRELLA / AFP Los mausoleos ostentosos, encargados por narcos, abundan en el cementerio de Humaya, en Culiacán
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RONALDO SCHEMIDT / AFP Capturado.
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ALFREDO ESTRELLA / AFP Reposo de lujo. Cementerio de Humaya, en Culiacán. En primer plano, el mausoleo del narco Arturo BeltránLey­va, muerto en el 2009
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RASHIDE FRIAS / AFP El Chapo Guzmán, trasladado en enero del 2016 a la cárcel tras una fuga espectacul­ar Opio. Agentes mexicanos confiscan una plantación en la zona de Sinaloa el pasado año, encuadrada en la guerra a los narcos
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ANDY ROBINSON Recuerdo. Un cenotafio recuerda en el parking del centro comercial City Club, de Culiacán, el asesinato del hijo del Chapo Guzmán

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