Laicismo y laicidad
Son todavía muchos los que comparten la tradicional tesis del laicismo más destartalado que Dios no tendría que existir y que todos aquellos que siguen siendo creyentes son el exponente de un sector de la población que todavía “no se ha emancipado del yugo de la religión”. Sintiendo herederos de aquellas voces que, en los siglos pasados, se levantaron en contra de entender la sociedad en términos religiosos, los partidarios del laicismo son contrarios a cualquier manifestación religiosa en el ámbito social. Quieren que la religión quede confinada en el ámbito estrictamente privado. Quieren una sociedad laicista, una sociedad en que los creyentes no puedan demostrar con prácticas que lo son. El laicismo, como dice el cardenal Vidal i Barraquer, es el intento de imponer la fuerza de una voluntad por encima de muchas voluntades. Porque la sociedad es evidentemente plural, no laica, y es este pluralismo el que hay que reconocer, en lugar de quererlo censurar.
En frente de esta valoración negativa de la religión, la laicidad, a diferencia del laicismo, pide un estado laico, un estado que, sin identificarse con ninguna religión concreta, esté al servicio de una sociedad plural que no impida las obras, las entidades y las asociaciones religiosas, y reconozca la dimensión positiva del hecho religioso, y en especial, las aportaciones del cristianismo, que en nosotros es, además de fe, tradición y cultura. Esta laicidad, que se encuentra en la base de los modelos de aconfesionalidad de los estados, a diferencia de las tesis laicistas, incorpora tres ideas básicas de relación entre confesiones religiosas y estados: el respeto y protección de la libertad religiosa, la separación entre estado y confesiones religiosas y la cooperación entre ambos al servicio de la sociedad.
Las sociedades modernas son sociedades seculares en que la religión ha perdido la fuerza que tuvo en el pasado. Si toda la vida humana y sus manifestaciones serpenteaban alrededor de la religión, hechos políticos como la Revolución Francesa o críticas a la religión como las de K. Marx o F. Nietzsche fueron gestando sociedades menos religiosas. A partir de aquí, mientras unos se decantan por reubicar la religión en la sociedad, sin darle el papel exclusivo que tenía, otros, más radicales, exigen que se elimine del ámbito público todo lo que pueda considerarse una manifestación o símbolo religioso. Se intenta hacer ver que la postura laicista es una postura neutra cuando, de hecho, es la expresión de una ideología, de una forma de pensar.
El 2001 Jurgen Habermas sorprendió el mundo empezando a hablar de las sociedades postseculares. Habermas defendía que la religión tiene derecho a hacerse escuchar y la democracia tiene la obligación de escucharla en beneficio de la política y de la sociedad. Su tesis es innovadora porque reconoce la gran aportación que la religión puede hacer a la sociedad. Y es más, Habermas criticaba que se tratara la religión como un asunto privado, negándole voz en la esfera pública porque esta actitud atenta contra la igualdad.
Hay en las tesis de Habermas un doble acierto. Por una parte, la constatación de todo aquello bueno y conveniente que la religión puede aportar a unas sociedades como las nuestras, que tenemos que reconocer carentes de muchos de los valores que la religión defiende. La historia de la razón humana es la historia de una razón configurada por la religión y la defensa que esta ha hecho de los valores que fundamentan el humanismo. Por otra parte, Habermas reconoce el derecho de los creyentes, un derecho a la misma altura del derecho de los que no creen, a hacerse con el espacio público porque, en tanto que público, es de todos. De lo contrario, estaríamos tratando a las personas de forma desigual. Pero el reconocimiento y la aceptación de esta igualdad sólo es el primer paso. El espacio público tiene que ser compartido y eso exige la buena voluntad de todas las partes. El creyente tiene que aceptar el pluralismo religioso y la laicidad del Estado; por su parte, los no creyentes no tienen que considerar las convicciones religiosas como irracionales o absurdas y tienen que admitir que el punto de vista laicista no es neutral. La sociedad postsecular tiene que discurrir por el camino de un diálogo fructífero entre los que piensan diferente, reconociendo que, unos y otros, tienen el mismo derecho de hacerse oír y a manifestarse en la esfera pública. La tesis que un gobierno recto es aquel que mira, no para la mayoría, sino para la totalidad de los ciudadanos, ya fue considerada por Aristóteles. Y es desde este gobierno que se tiene que velar para que el espacio público pueda ser el lugar de manifestación de las creencias religiosas.
Habermas reconoce el derecho de los creyentes a hacerse con el espacio público porque es de todos