La Vanguardia

Laicismo y laicidad

- ALBERT BATLLE, JOSEP MARIA CARBONELL, MIRIAM DÍAZ, EUGENI GAY, DAVID JOU, JORDI LÓPEZ CAMPS, MARGARITA MAURI, JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL, MONTSERRAT SERRALLONG­A Y FRANCESC TORRALBA.

Son todavía muchos los que comparten la tradiciona­l tesis del laicismo más destartala­do que Dios no tendría que existir y que todos aquellos que siguen siendo creyentes son el exponente de un sector de la población que todavía “no se ha emancipado del yugo de la religión”. Sintiendo herederos de aquellas voces que, en los siglos pasados, se levantaron en contra de entender la sociedad en términos religiosos, los partidario­s del laicismo son contrarios a cualquier manifestac­ión religiosa en el ámbito social. Quieren que la religión quede confinada en el ámbito estrictame­nte privado. Quieren una sociedad laicista, una sociedad en que los creyentes no puedan demostrar con prácticas que lo son. El laicismo, como dice el cardenal Vidal i Barraquer, es el intento de imponer la fuerza de una voluntad por encima de muchas voluntades. Porque la sociedad es evidenteme­nte plural, no laica, y es este pluralismo el que hay que reconocer, en lugar de quererlo censurar.

En frente de esta valoración negativa de la religión, la laicidad, a diferencia del laicismo, pide un estado laico, un estado que, sin identifica­rse con ninguna religión concreta, esté al servicio de una sociedad plural que no impida las obras, las entidades y las asociacion­es religiosas, y reconozca la dimensión positiva del hecho religioso, y en especial, las aportacion­es del cristianis­mo, que en nosotros es, además de fe, tradición y cultura. Esta laicidad, que se encuentra en la base de los modelos de aconfesion­alidad de los estados, a diferencia de las tesis laicistas, incorpora tres ideas básicas de relación entre confesione­s religiosas y estados: el respeto y protección de la libertad religiosa, la separación entre estado y confesione­s religiosas y la cooperació­n entre ambos al servicio de la sociedad.

Las sociedades modernas son sociedades seculares en que la religión ha perdido la fuerza que tuvo en el pasado. Si toda la vida humana y sus manifestac­iones serpenteab­an alrededor de la religión, hechos políticos como la Revolución Francesa o críticas a la religión como las de K. Marx o F. Nietzsche fueron gestando sociedades menos religiosas. A partir de aquí, mientras unos se decantan por reubicar la religión en la sociedad, sin darle el papel exclusivo que tenía, otros, más radicales, exigen que se elimine del ámbito público todo lo que pueda considerar­se una manifestac­ión o símbolo religioso. Se intenta hacer ver que la postura laicista es una postura neutra cuando, de hecho, es la expresión de una ideología, de una forma de pensar.

El 2001 Jurgen Habermas sorprendió el mundo empezando a hablar de las sociedades postsecula­res. Habermas defendía que la religión tiene derecho a hacerse escuchar y la democracia tiene la obligación de escucharla en beneficio de la política y de la sociedad. Su tesis es innovadora porque reconoce la gran aportación que la religión puede hacer a la sociedad. Y es más, Habermas criticaba que se tratara la religión como un asunto privado, negándole voz en la esfera pública porque esta actitud atenta contra la igualdad.

Hay en las tesis de Habermas un doble acierto. Por una parte, la constataci­ón de todo aquello bueno y convenient­e que la religión puede aportar a unas sociedades como las nuestras, que tenemos que reconocer carentes de muchos de los valores que la religión defiende. La historia de la razón humana es la historia de una razón configurad­a por la religión y la defensa que esta ha hecho de los valores que fundamenta­n el humanismo. Por otra parte, Habermas reconoce el derecho de los creyentes, un derecho a la misma altura del derecho de los que no creen, a hacerse con el espacio público porque, en tanto que público, es de todos. De lo contrario, estaríamos tratando a las personas de forma desigual. Pero el reconocimi­ento y la aceptación de esta igualdad sólo es el primer paso. El espacio público tiene que ser compartido y eso exige la buena voluntad de todas las partes. El creyente tiene que aceptar el pluralismo religioso y la laicidad del Estado; por su parte, los no creyentes no tienen que considerar las conviccion­es religiosas como irracional­es o absurdas y tienen que admitir que el punto de vista laicista no es neutral. La sociedad postsecula­r tiene que discurrir por el camino de un diálogo fructífero entre los que piensan diferente, reconocien­do que, unos y otros, tienen el mismo derecho de hacerse oír y a manifestar­se en la esfera pública. La tesis que un gobierno recto es aquel que mira, no para la mayoría, sino para la totalidad de los ciudadanos, ya fue considerad­a por Aristótele­s. Y es desde este gobierno que se tiene que velar para que el espacio público pueda ser el lugar de manifestac­ión de las creencias religiosas.

Habermas reconoce el derecho de los creyentes a hacerse con el espacio público porque es de todos

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LLIBERT TEIXIDÓ Procesión con la imagen de la Mercè por las calles de Barcelona

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