La Vanguardia

El fuego y las cenizas

- Màrius Serra

El día que se quemó el Liceu descubrí la palabra taral·la. Esta semana se cumplieron veinticinc­o años del incendio. Aquel 31 de enero de 1994 tenía un almuerzo en la Rambla, con los colaborado­res de la revista Cultura. Francesc Marc Álvaro se despedía de su etapa como director. Rambleaba esquivando guiris sobre la una del mediodía cuando topé con el Liceu en llamas. Haría un par de horas que se había declarado el incendio y la columna de humo impresiona­ba. Parecía la chimenea de un gran barco de vapor, como si las Ramblas fuesen a zarpar mar adentro, con el acusica de Colón en el mascarón de proa. Un grupo de curiosos nos congregamo­s en la acera central de la calle, boquiabier­tos. Supongo que la lucha contra el fuego en el interior del recinto debía ser frenética, pero allá en las Ramblas la fatalidad nos paralizaba. A mi vera, un anciano se puso a tararear, como quien canta un réquiem, una melodía que no fui capaz de identifica­r. Entonces fue cuando escuché por primera vez la palabra taral·la. Yo no me hubiera atrevido a interrumpi­rle, pero otro peatón que había quedado atrapado por el humo de aquel vapor en el dique seco le espetó: “¿qué es esa taral·la? Escuché taral·la y me pareció lógico. Una de aquellas palabras desconocid­as que emergen del interior de otra que ya conoces. Del verbo taral·lejar, taral·la. Pero era la primera vez que lo oía.

El cantante interrumpi­ó su tarareo y respondió en un tono que aunaba la melancolía con la ofensa: “Esta taral·la es la clausura del Turandot, del gran Puccini!” Luego, los dos testigos del incendio del Liceu se embarcaron en una discusión operística que no pude seguir porque la urbana nos sugirió que circulásem­os. Como quiera que, ejem, internet aún NO existía, tuve que esperar hasta la noche para poder acceder a las encicloped­ias de casa i comprobar así que Giovanni Puccini había muerto sin completar la última escena de Turandot. A diferencia de otras obras inacabadas, en 1925 el compositor napolitano Franco Alfano completó la ópera, de modo que se pudo estrenar al año siguiente en la Scala de Milán y, dos años más tarde, en 1928, en el Gran Teatre del Liceu. Alfano sólo tuvo que componer el dueto final entre el príncipe Calaf y Turandot, y la breve clausura de la ópera, que en teoría era el fragmento que tarareaba el anciano de la Rambla. Este episodio inspirador fue el germen de un cuento que incluí en uno de los pocos libros de narracione­s que he publicado, La vida normal, con una foto del Liceu quemado en portada. En el discurso de agradecimi­ento por el premio Ciutat de Barcelona que obtuvo el libro, dije ante el alcalde Clos que, de vez en cuando, convenía que se quemase el Liceu. El runrún en el Saló de Cent me obligó a aclarar que hablaba en lenguaje figurado. Esta misma semana, coincidien­do con los veinticinc­o años de aquel incendio, se ha quemado el Teatre Lliure. Tal como dijo Juan Carlos Martel, la herencia importante siempre es el fuego, y no las cenizas.

La chimenea de un vapor, como si la Rambla zarpara mar adentro, con el acusica de Colón en el mascarón de proa

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