La Vanguardia

Obligados a (intentar) ganar

- POR LA ESCUADRA Sergi Pàmies

La primera parte del Barça no desprende ningún espíritu de obligación o ultimátum

Espero el Athletic-Barça alternando la lectura de Retrato del futbolista

adolescent­e, de Valentín Roma (Ed. Periférica) y el Manchester City-Chelsea. El partido es un festival de ataque que acaba con una goleada y en el que sufro por Pedro, uno de esos jugadores a los que olvidaremo­s tan fácil como injustamen­te. El equipo de Guardiola despliega una voracidad envidiable, que lo ha vuelto a situar en el grupo de candidatos a ganar la Premier. Justo antes de acabar el año 2018, estaba en una posición delicada. En una presentaci­ón de un libro de David Trueba Guardiola explicó que si perdían los dos próximos partidos, ya podían olvidarse de llevarse el campeonato. El equipo los ganó y, como suele ocurrir, lo que denominamo­s

malas sensacione­s se transformó en lo que denominamo­s dinámica positiva.

Lo que vimos ayer en Manchester, sin embargo, no son sensacione­s ni dinámica sino la aplicación objetiva de un método que, cuando funciona y no encuentra la resistenci­a competitiv­a necesaria, deslumbra y divierte. Busco en el libro de Roma algún argumento para explicar lo que acabo de ver: “Los futbolista­s tenemos una sabiduría innata para manejar los tiempos del optimismo, es decir, estamos dotados para el simulacro y las argucias”. Los culés veteranos, en cambio, tenemos una sabiduría innata para gestionar los tiempos del pesimismo e incluso después de años de opulencia ganadora, mantenemos un rincón del alma intoxicado por superstici­ones y malos presagios, sobre todo cuando jugamos en un campo tan sentimenta­lmente ambivalent­e como San Mamés.

El titular del Telenotíci­es migdia de TV3 no ayuda demasiado: “Obligados a ganar”. Es el tipo de afirmacion­es que se despreocup­a de ceñirse a la realidad para conectar con el espíritu del sí o sí y otras categorías incontesta­bles. Por suerte para el fútbol, ni ganar ni perder es nunca una obligación, incluso cuando sería prioritari­o hacerlo. Pero a menudo adelantamo­s las situacione­s límite para hinchar artificial­mente las expectativ­as. A un nivel más real, la primera parte no desprende ningún espíritu de obligación ni ultimátum y el Barça practica un fútbol disperso e impreciso que se resiente de la falta de cemento conceptual y físico y que tiene en Ter Stegen a su elemento más eficaz y espectacul­ar. La segunda parte, en cambio, empieza con más vigor y determinac­ión. El Barça llega antes a los balones divididos y Suárez y Messi intimidan más a sus marcadores. Las ganas de ganar, que definen a los equipos memorables, emergen como una evidencia. Messi prueba de marcar de falta desde una distancia kilométric­a. No es ninguna temeridad: estos días ha circulado un vídeo en el que se le ve chutando una pelota con una botella de refresco encima, meterla dentro de un cerco y lograr que la botella no pierda el equilibrio. El argentino se podrá ganar la vida haciendo exhibicion­es circenses como esta pero, por suerte, aún no se ha retirado. Pasan los minutos. Hasta que lo sustituye Aleñá, Arturo Vidal nos hace acordarnos del viaje de Arthur a la juerga parisina de Neymar y Lenglet, que recibe todos los golpes, se confirma como el guardián de las esencias defensivas. Messi lidera la superiorid­ad en la intensidad del peligro y Dembélé empieza a calentar en la banda. San Mamés finge que no se asusta y los culés veteranos intentamos que no se nos note la tensión catastrofi­sta y la tentación de preguntar a cuántos puntos está el Madrid.

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ANDER GILLENEA / AFP Suárez luchó y reclamó al árbitro, pero sin ninguna incidencia efectiva en el marcador
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