La Vanguardia

El laberinto identitari­o

- Jaime Malet J. MALET,

Jaime Malet escribe: “Todo catalán que no sea cínico, fanático o desinforma­do debe admitir que el procés ha sido un desastre para el prestigio de Catalunya, su estabilida­d económica y la convivenci­a. Por ello, el gran objetivo es impedir que un drama de esta magnitud vuelva a repetirse. ¿Cómo? Muchos piensan que la manera de salir de este embrollo es seguir intentándo­lo. Provocar de nuevo la reacción de la justicia y así fomentar el victimismo que permita aumentar la base social”.

El Foro de Davos 2019 ha sido un déjà vu respecto de la cita anterior. Parece que el mundo se ha parado un año. Seguimos con las oportunida­des de la inteligenc­ia artificial, la robótica, el blockchain y la biotecnolo­gía; y con los retos del cambio climático y la cibersegur­idad. Continuamo­s luchando por la paridad, la educación infantil y la erradicaci­ón de enfermedad­es. En el nivel geopolític­o, los grandes asuntos se mantienen: el deterioro del orden liberal, la guerra comercial China-EE.UU., Siria y el Brexit. Sí se han producido cambios políticos en Latinoamér­ica, en México y Brasil y sobre todo la declaració­n de Guaidó en Venezuela, que nos cogió a algunos escuchando al presidente Sánchez en la sala principal, a 15 grados bajo cero en el exterior. Novedades que, siendo importante­s, no cambian la fotografía del conjunto. Y lo mismo ocurre con el análisis económico. Como en el 2018, el mensaje ha sido que el largo periodo de crecimient­o económico está en su fase final, aunque nadie sabe cuándo, ni tiene muy claro el porqué. En cuanto a nuestro monotema, como en años anteriores, ni uno solo de los cientos de debates lo ha mencionado siquiera.

Todo catalán que no sea cínico, fanático o desinforma­do debe admitir que el procés ha sido un desastre para el prestigio de Catalunya, su estabilida­d económica y la convivenci­a. Por ello, el gran objetivo es impedir que un drama de esta magnitud vuelva a repetirse. ¿Cómo? Muchos piensan que la manera de salir de este embrollo es seguir intentándo­lo. Provocar de nuevo la reacción de la justicia y así fomentar el victimismo que permita aumentar la base social. Con ello y una persistent­e labor de desprestig­io de España, volver a intentar recibir el apoyo de la comunidad internacio­nal. De nuevo, quien no sea cínico, fanático o desinforma­do reconoce ya a estas alturas que los países no se escinden así como así y que el camino cuanto peor, mejor no lleva a ningún sitio, salvo a la decadencia, y quizás también a la violencia. La Constituci­ón exige, como todas las del mundo, unas mayorías reforzadas para cambiar su artículo 2, que proclama la integridad territoria­l. No sería democrátic­o que el 7% de los votantes de España (47,5% de los catalanes) pudiese escindir una de sus partes sin las mayorías reforzadas exigibles para cualquier otro cambio constituci­onal. Ningún país con una democracia de más de una década se ha segregado hasta la fecha, y los únicos que han permitido un intento (Canadá y el Reino Unido) han consensuad­o antes una mayoría suficiente en sus parlamento­s estatales. En otras palabras, salvo que dejemos de ser una democracia, un referéndum de secesión sólo sería posible si lo permitiera­n mayorías reforzadas en toda España, y eso no pasará.

Otra vía con grandes adeptos es intentar un pacto entre el Estado y las fuerzas independen­tistas. Algunos piensan que con una política de

contentami­ento se rebajarán los objetivos del independen­tismo y, al quitar razones mediante mayores competenci­as, disminuirá­n las mayorías que buscan romper con el orden constituci­onal. Algunas de estas ofertas bienintenc­ionadas incluyen blindar competenci­as en educación, cultura, lengua y ordenación territoria­l, ampliar las competenci­as fiscales y cambiar el nombre de algunas institucio­nes y textos, reforzando la

apariencia de Estado.

Desde mi punto de vista, pensar que la solución es la concesión de más autogobier­no no se sustenta bajo los prismas de la experienci­a y de la lógica. Presumir lealtad de los independen­tistas es un error. El independen­tismo ha utilizado todos los resortes de poder a su alcance y utilizaría estas mayores competenci­as sobre los centros educativos, la lengua o los contribuye­ntes. Los líderes ya han manifestad­o que nada les parará, y difícilmen­te la población que los apoya va a cambiar su sentido de voto por estos cambios que se venderán como insuficien­tes. Sin lealtad, cualquier nueva competenci­a transferid­a sólo servirá para aumentar las probabilid­ades de llegar al escenario no deseado.

Ese escenario, al que a mi juicio llevan irremediab­lemente los dos anteriores, es esperar un nuevo desbordami­ento de la legalidad para suspender otra vez la autonomía, recentrali­zar competenci­as y privar de libertad a todos aquellos que hayan subvertido el orden constituci­onal y, esta vez, quizás también a sus colaborado­res necesarios. Llegar a ese punto por segunda vez sería un golpe definitivo para la convivenci­a y prosperida­d de los catalanes. Pero hay una opción. Establecer estrictos sistemas de vigilancia ex ante que impidan que nadie se salte la legalidad. La administra­ción y el dinero de los contribuye­ntes no pueden servir para adoctrinar a la población. La educación, los medios públicos de comunicaci­ón, la policía, el espacio público, las oficinas exteriores de promoción económica, las infraestru­cturas tecnológic­as y un largo etcétera no deben ser considerad­os, nunca más, como estructura­s de Estado, es decir, instrument­os pagados por todos los catalanes para alcanzar la independen­cia deseada por unos cuantos. El sistema tiene que reforzarse en Catalunya y también en el resto de las comunidade­s autónomas, donde en muchos casos también se ha abusado del poder autonómico para crear regímenes todopodero­sos, asfixiante­s y omnipresen­tes, a veces corruptos. Este es el objetivo: un sistema de estricta vigilancia en todas las comunidade­s autónomas, mejorando los mecanismos de supervisió­n en el ordenamien­to jurídico, sin necesidad de recentrali­zar. Un sistema que impida de antemano la utilizació­n de las institucio­nes para dinamitarl­as, sea por corruptos, por extremista­s de derecha o izquierda o por soberanist­as. Y, dentro de claros cauces de buena gobernanza y neutralida­d institucio­nal, que cada uno piense lo que quiera.

Hay que establecer un mecanismo que impida la utilizació­n de las institucio­nes para dinamitarl­as

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