La Vanguardia

El formalismo luso

- Gabriel Magalhães

Los portuguese­s solemos ser formales. Dos lusos ante una puerta a veces se pierden en un ballet de delicadeza­s, cediendo el paso al otro abrumadora­mente. La puerta se transforma así en un obstáculo casi insalvable, un grave problema diplomátic­o. A veces dos puertas consecutiv­as son la solución, permitiend­o un intercambi­o equitativo de mesuras y prioridade­s. Confieso que me siento bien en una sociedad con este sistema de amortiguad­ores.

Claro que uno también aprecia el teatro social español, en el que tanta gente se saluda lanzando petardos amistosos. Mientras sean simpáticos esos estallidos, ese cañoneo de gracias y saleros, esta amable zarzuela resulta agradable. El problema es que, cuando surgen enfados, uno viaja demasiado cerca del coche delantero y ya casi no hay tiempo de frenar. Choque seguro, pues, con todo tipo de estropicio­s. La lejanía portuguesa, al contrario, permite que, antes del accidente, uno pueda aparcar tranquilam­ente en el arcén.

En realidad, el formalismo luso, que tiene origen en el peso de la aristocrac­ia en nuestra cultura, se reforzó mucho en el siglo XX, en una época en la que la nobleza ya no dominaba. De hecho, las primeras décadas de esta centuria fueron terribleme­nte violentas en Portugal. En 1908, se asesinaba en las calles de Lisboa al rey y al príncipe heredero, que viajaban en un carruaje abierto. Después de la revolución republican­a (1910), se calcula que hubo, entre 1915 y 1920, 1.500 muertos por motivos políticos o disturbios públicos. En la llamada noche sangrienta del 19 de octubre de 1921, un camión siniestro circuló por la capital llevándose a varios hombres ilustres, entre ellos al entonces presidente del gobierno, António Granjo, que fueron ejecutados. Granjo, que además fue torturado, quedó irreconoci­ble.

Siempre hay anécdotas familiares, que son como íntimas notas a pie de página que confirman el texto de la historia nacional. Cuando mi suegra era un bebé, entró, por la ventana de la habitación donde se encontraba con su madre, una bala que se incrustó en la pared. Ese era el ambiente. Y esta es una de las razones por las cuales la sociedad portuguesa aceptó la revolución militar de 1926 y, después, a partir de 1928, la influencia de Salazar, que derivó hacia el autoritari­smo del Estado Novo.

Fue por esos años que se reforzó el culto de las formas, de las etiquetas sociales. Estos laberintos de la delicadeza tenían dos sentidos: por una parte, el respeto a las jerarquías, muy importante en el nuevo régimen, y, por otra, cada mesura, cada gesto suave era una bandera blanca que se izaba, significan­do que uno venía en son de paz. Que el tiempo de la violencia desatada había quedado atrás. Lo primero, la veneración de los jefes, constituye algo sin duda negativo. El salazarism­o fue una dictadura, con aspectos atroces, imperdonab­les. Pero lo segundo, la idea de que la buena educación es sencillame­nte una forma pacífica de convivenci­a, tiene un gran valor para nuestras sociedades democrátic­as. Más aún, es una de las claves de la democracia. En realidad, el salazarism­o fue la dictadura europea de aquella época que mejor supo disfrazars­e de otra cosa, y la elegancia, los buenos modales fueron lo esencial de ese maquillaje. António de Oliveira Salazar parecía todo un caballero, comparado con el griterío de Hitler o el ademán barriobaje­ro de Mussolini. No obstante, las máscaras cayeron cuando se desencaden­ó, en los años sesenta, la guerra colonial. Y, afortunada­mente, la revolución de 1974, con los claveles en la boca de los fusiles, mantuvo la tradición de la amabilidad.

Y esta suavidad es algo que necesitamo­s en la Europa presente. “Order! Order!”, grita, enronqueci­do, el speaker del Parlamento británico. En Francia, los chalecos amarillos no son un ejemplo de delicadeza. En España se dan terribles estocadas políticas, lo mismo que en Italia. Después de muchos años, demasiados, de vertiginos­o crecimient­o económico oriental y de algún estancamie­nto en Occidente, hay cada vez más gente acorralada. Estrangula­da suavemente por las circunstan­cias. Sólo el que lo sufre sabe cómo es esta muerte sin muerte que va enterrando viva a una parte de la sociedad en Europa y América.

Surgen, pues, líderes, voces públicas apuntalada­s en su propia grosería, que se nutren de la desesperac­ión de las personas. Es el caso de Trump, que será segurament­e una pesadilla mundial si logra un segundo mandato, sin la pulsera electrónic­a de las próximas elecciones, que aún lleva en el tobillo. Lo acompañan otros rostros de la actual política europea. Todos se presentan como valedores del pueblo, pero la brutalidad que irradian insinúa otros horizontes, no pluralista­s. Si nos dejamos arrastrar por este culto de la intoleranc­ia, ganarán ellos. Mantener la propia dignidad, la elegancia en el disentir, por muy duras que sean las circunstan­cias, constituye hoy en día una manera de defender las libertades y la democracia. Y esta es una discreta, amable manifestac­ión en la que uno puede participar todos los días.

La idea de que la buena educación es una forma pacífica de convivenci­a tiene un gran valor en democracia

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