La Vanguardia

Eficiencia fiscal

- Antonio Durán-Sindreu Buxadé Profesor de la UPF y socio director de DS

Sin perjuicio del debate sobre las razones que justifican la intervenci­ón pública, es también necesario reflexiona­r sobre qué significa esta última. Me explico: la Constituci­ón garantiza, por ejemplo, el derecho a la educación y establece que la enseñanza básica es obligatori­a y gratuita. ¿Significa esto que la Administra­ción es quien ha de asumir su efectiva prestación?

La respuesta es obvia: no; respuesta que tiene mayor calado si tenemos en cuenta que la norma garantiza su gratuidad y, por tanto, que su coste se ha de sufragar con impuestos. Esto significa que somos los contribuye­ntes, y no el Estado, quienes pagamos la enseñanza obligatori­a de nuestros alumnos. Todos; funcionari­os, jubilados, parados, trabajador­es, profesiona­les, empresario­s, etcétera.

El Estado no tiene un bolsillo propio. El dinero sale de nuestro bolsillo. En consecuenc­ia, la obligación de la Administra­ción no se puede limitar a garantizar el cumplimien­to de ese derecho, sino también a que este se preste al menor coste posible sin detrimento de los niveles de calidad exigibles, es decir, eficacia y eficiencia.

En este contexto, lo esencial es analizar si en el mercado existe una opción que garantice las plazas suficiente­s y el nivel de calidad que se presente. De existir, es innecesari­o invertir en la construcci­ón de escuelas públicas y en su posterior equipamien­to, mantenimie­nto y contrataci­ón de

El servicio público no tiene por qué ser necesariam­ente prestado por la propia Administra­ción

profesorad­o público, ya que lo más eficiente es concertar con el sector privado su prestación a cambio de un precio, que es el que hay que cubrir con impuestos. De existir tal opción, es obvio que esta será probableme­nte más eficiente que su prestación directa por la Administra­ción, entre otras razones, porque la competenci­a entre los operadores privados no se centrará en el precio, sino en mejorar su eficiencia y calidad.

Frente a ello se esgrime que los privados maximizan la eficiencia en detrimento de la calidad; afirmación que, de ser cierta, tiene una solución tan sencilla como la existencia de órganos supervisor­es e independie­ntes que velen por el cumplimien­to de los niveles de calidad y que, de no cumplirse, supongan la exclusión del operador de que se trate como prestador del servicio. Con matices, este es el sistema que con carácter general subyace en el modelo sueco de Estado de bienestar denominado por algunos “capitalism­o del bienestar” y que yo prefiero denominar economía de compromiso social o del bien común.

Si bien la educación obligatori­a no es el mejor ejemplo, es el que mejor ilustra que lo público no exige que quien presta un servicio de tal naturaleza sea necesariam­ente la propia Administra­ción. Y de ahí, precisamen­te, el necesario equilibrio que ha de presidir la relación público-privado y que ha de dar como resultado una mayor eficiencia en beneficio de los contribuye­ntes sin perjuicio de los controles que garanticen la calidad que se pretende.

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