Eficiencia fiscal
Sin perjuicio del debate sobre las razones que justifican la intervención pública, es también necesario reflexionar sobre qué significa esta última. Me explico: la Constitución garantiza, por ejemplo, el derecho a la educación y establece que la enseñanza básica es obligatoria y gratuita. ¿Significa esto que la Administración es quien ha de asumir su efectiva prestación?
La respuesta es obvia: no; respuesta que tiene mayor calado si tenemos en cuenta que la norma garantiza su gratuidad y, por tanto, que su coste se ha de sufragar con impuestos. Esto significa que somos los contribuyentes, y no el Estado, quienes pagamos la enseñanza obligatoria de nuestros alumnos. Todos; funcionarios, jubilados, parados, trabajadores, profesionales, empresarios, etcétera.
El Estado no tiene un bolsillo propio. El dinero sale de nuestro bolsillo. En consecuencia, la obligación de la Administración no se puede limitar a garantizar el cumplimiento de ese derecho, sino también a que este se preste al menor coste posible sin detrimento de los niveles de calidad exigibles, es decir, eficacia y eficiencia.
En este contexto, lo esencial es analizar si en el mercado existe una opción que garantice las plazas suficientes y el nivel de calidad que se presente. De existir, es innecesario invertir en la construcción de escuelas públicas y en su posterior equipamiento, mantenimiento y contratación de
El servicio público no tiene por qué ser necesariamente prestado por la propia Administración
profesorado público, ya que lo más eficiente es concertar con el sector privado su prestación a cambio de un precio, que es el que hay que cubrir con impuestos. De existir tal opción, es obvio que esta será probablemente más eficiente que su prestación directa por la Administración, entre otras razones, porque la competencia entre los operadores privados no se centrará en el precio, sino en mejorar su eficiencia y calidad.
Frente a ello se esgrime que los privados maximizan la eficiencia en detrimento de la calidad; afirmación que, de ser cierta, tiene una solución tan sencilla como la existencia de órganos supervisores e independientes que velen por el cumplimiento de los niveles de calidad y que, de no cumplirse, supongan la exclusión del operador de que se trate como prestador del servicio. Con matices, este es el sistema que con carácter general subyace en el modelo sueco de Estado de bienestar denominado por algunos “capitalismo del bienestar” y que yo prefiero denominar economía de compromiso social o del bien común.
Si bien la educación obligatoria no es el mejor ejemplo, es el que mejor ilustra que lo público no exige que quien presta un servicio de tal naturaleza sea necesariamente la propia Administración. Y de ahí, precisamente, el necesario equilibrio que ha de presidir la relación público-privado y que ha de dar como resultado una mayor eficiencia en beneficio de los contribuyentes sin perjuicio de los controles que garanticen la calidad que se pretende.