La Vanguardia

Arqueologí­a de Loewenstei­n (I)

- Josep Maria Ruiz Simon

Dice el refrán que sólo se recuerda a Santa Bárbara cuando truena. Sucede algo parecido con Karl Loewentsei­n, de quien sólo se habla cuando se opina que la democracia liberal está en peligro. Loewenstei­n, que había sido discípulo y amigo de Max Weber y a quien se considera uno de los grandes constituci­onalistas del siglo XX, marchó de Alemania cuando Hitler fue nombrado canciller. En agosto de 1937, ya en EE. UU., publicó un influyente artículo académico: “La democracia militante y los derechos fundamenta­les”, que aún debe estar entre los más citados de la especialid­ad. El artículo estudiaba los procedimie­ntos legales con los se podía proteger a la democracia de la amenaza del fascismo. Esta amenaza era entonces un hecho incuestion­able. Loewenstei­n empezaba recordando los casos de Italia y Alemania, donde había dictaduras fascistas donde antes había habido democracia­s liberales, y también evidenteme­nte el de España, donde este cambio de régimen se produciría si Franco ganaba la guerra. Y acababa ofreciendo un repaso minucioso de las leyes que, sobre todo desde 1933, las democracia­s europeas habían promulgado para hacer frente al fascismo y, en algunos casos, al comunismo. Loewenstei­n no intentaba esconder lo que era obvio: que, en el fondo, estas leyes, que considerab­a necesarias para preservar la democracia liberal, eran antidemocr­áticas (como la prohibició­n de determinad­os partidos políticos) y antilibera­les (como ciertas restriccio­nes de la libertad de expresión o de manifestac­ión). La “democracia militante” que defendía era precisamen­te una democracia que daba por bueno que, para vencer el fascismo y conservar la democracia, había que recurrir a leyes de este tipo.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial mostró que las restriccio­nes preventiva­s son ineficaces cuando las ideas viajan en tanques. Pero, tras la guerra, la República Federal de Alemania se constituyó como una “democracia militante”. De acuerdo con este planteamie­nto, se prohibiero­n los partidos con principios contrarios a los que inspiraban el ordenamien­to constituci­onal y se ilegalizar­on el Partido Socialista del Reich, de ideología nazi, y el Partido Comunista. A diferencia de Alemania, España no se constituyó en 1978 como una “democracia militante”. Así lo han ido recordando los escritos del Tribunal Constituci­onal, que explican una doctrina que recuerda a Spinoza: se decidió que solo se persiguier­an los actos y que las palabras fueran impunes, sin otros límites que los contemplad­os por el Código Penal. Uno de los principale­s argumentos a favor de esta regla del juego, lo ofrece paradójica­mente el propio artículo de Loewenstei­n cuando constata que, durante los años treinta, el discurso y las prácticas de la “democracia militante” se usaron como puerta de acceso a regímenes autoritari­os. La distancia entre los salvadores y los enterrador­es de la democracia suele ser muy corta. El “fundamenta­lismo democrátic­o” fomentado por Loewenstei­n no era una buena receta. Pero su artículo es un yacimiento arqueológi­co lleno de rincones en los que se pueden aprender algunas lecciones de la historia.

Suele ser muy corta la distancia entre salvadores y enterrador­es de la democracia

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