La Vanguardia

El fracaso de las naciones

- Miquel Puig

Tenemos muchos motivos para pensar que el éxito económico de una sociedad forma parte de un éxito más amplio que incluye la existencia de una auténtica democracia liberal y de una sociedad suficiente­mente cohesionad­a. De hecho, está por ver el futuro de las “democracia­s iliberales” (como Rusia) o de las dictaduras de mercado (como China). En su imprescind­ible libro Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson argumentab­an, en el año 2012, que el éxito se materializ­a en la construcci­ón de institucio­nes políticas “inclusivas”, y que este éxito es el resultado de elecciones realizadas en momentos críticos, cuando sus líderes pueden optar entre responder a las dificultad­es desde el consenso o desde la liquidació­n de la disidencia, una opción aparenteme­nte más expeditiva que acaba cristaliza­ndo en forma de institucio­nes “extractiva­s”.

Más recienteme­nte, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracia­s, nos describen el proceso contrario: cómo los líderes políticos de democracia­s consolidad­as pueden erosionar sus institucio­nes hasta hacerles perder su alma. Y si unas institucio­nes “inclusivas” son el sinónimo del éxito, debemos concluir que su degradació­n llevará inexorable­mente al fracaso político, social y finalmente económico.

Para estos dos profesores la preservaci­ón de las institucio­nes requiere que sus políticos se comporten con “tolerancia mutua y contención institucio­nal”, y describen cómo en algunos países estas virtudes han sucumbido progresiva­mente a una polarizaci­ón de las posiciones que acaba negando la legitimida­d del adversario. La atención de Levitsky y Ziblatt se centra en Estados Unidos, donde la tolerancia entre las élites políticas ha ido sucumbiend­o al proceso de radicaliza­ción del Partido Republican­o, iniciado en los años setenta y que le ha llevado a identifica­rse con un electorado blanco resentido con el ascenso de las minorías.

Se me hace difícil no ver en este grito de alerta un gran paralelism­o con el proceso iniciado por Aznar con la campaña “Váyase, señor González”, que se repitió cuando el PSOE recuperó el poder contra pronóstico en el 2004 y que se está repitiendo ahora mismo: el domingo 10, en Colón, los convocante­s y los convocados negaban explícitam­ente la legitimida­d del presidente Sánchez y de los partidos independen­tistas, o sea del adversario. Por su parte, demasiadas veces líderes independen­tistas están sucumbiend­o a la tentación de negar la legitimida­d de la democracia española, lo que no deja de ser paradójico, porque su causa sólo puede triunfar en la medida que España se comporte como una auténtica democracia.

Los economista­s podemos discutir el acierto de subir o bajar los impuestos, del nivel óptimo del salario mínimo, de la mochila austriaca o del contrato único, pero no deberíamos perder de vista que nuestra prosperida­d futura se juega, ahora mismo, alrededor del Tribunal Supremo.

Podemos discutir de impuestos o salarios pero nuestra prosperida­d futura se juega en el Supremo

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