El fracaso de las naciones
Tenemos muchos motivos para pensar que el éxito económico de una sociedad forma parte de un éxito más amplio que incluye la existencia de una auténtica democracia liberal y de una sociedad suficientemente cohesionada. De hecho, está por ver el futuro de las “democracias iliberales” (como Rusia) o de las dictaduras de mercado (como China). En su imprescindible libro Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson argumentaban, en el año 2012, que el éxito se materializa en la construcción de instituciones políticas “inclusivas”, y que este éxito es el resultado de elecciones realizadas en momentos críticos, cuando sus líderes pueden optar entre responder a las dificultades desde el consenso o desde la liquidación de la disidencia, una opción aparentemente más expeditiva que acaba cristalizando en forma de instituciones “extractivas”.
Más recientemente, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias, nos describen el proceso contrario: cómo los líderes políticos de democracias consolidadas pueden erosionar sus instituciones hasta hacerles perder su alma. Y si unas instituciones “inclusivas” son el sinónimo del éxito, debemos concluir que su degradación llevará inexorablemente al fracaso político, social y finalmente económico.
Para estos dos profesores la preservación de las instituciones requiere que sus políticos se comporten con “tolerancia mutua y contención institucional”, y describen cómo en algunos países estas virtudes han sucumbido progresivamente a una polarización de las posiciones que acaba negando la legitimidad del adversario. La atención de Levitsky y Ziblatt se centra en Estados Unidos, donde la tolerancia entre las élites políticas ha ido sucumbiendo al proceso de radicalización del Partido Republicano, iniciado en los años setenta y que le ha llevado a identificarse con un electorado blanco resentido con el ascenso de las minorías.
Se me hace difícil no ver en este grito de alerta un gran paralelismo con el proceso iniciado por Aznar con la campaña “Váyase, señor González”, que se repitió cuando el PSOE recuperó el poder contra pronóstico en el 2004 y que se está repitiendo ahora mismo: el domingo 10, en Colón, los convocantes y los convocados negaban explícitamente la legitimidad del presidente Sánchez y de los partidos independentistas, o sea del adversario. Por su parte, demasiadas veces líderes independentistas están sucumbiendo a la tentación de negar la legitimidad de la democracia española, lo que no deja de ser paradójico, porque su causa sólo puede triunfar en la medida que España se comporte como una auténtica democracia.
Los economistas podemos discutir el acierto de subir o bajar los impuestos, del nivel óptimo del salario mínimo, de la mochila austriaca o del contrato único, pero no deberíamos perder de vista que nuestra prosperidad futura se juega, ahora mismo, alrededor del Tribunal Supremo.
Podemos discutir de impuestos o salarios pero nuestra prosperidad futura se juega en el Supremo