La Iglesia, los abusos y el futuro
HOY se iniciará en el Aula del Sínodo del Vaticano el encuentro que bajo el lema “La protección de los menores en la Iglesia” reunirá hasta el domingo a las principales autoridades de la Iglesia y a los presidentes de las conferencias episcopales. El objeto de esta reunión sin precedentes es lograr “que la Iglesia sea un lugar seguro para todos, sobre todo para los niños”, según palabras de monseñor Scicluna, secretario adjunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y uno de sus organizadores. Se trata de un punto de inflexión histórico para el Vaticano, que trata de paliar la crisis derivada de los abusos sexuales cometidos por religiosos.
Estos abusos han sido durante muchos años un secreto a voces, en centros escolares, seminarios, monasterios y otras entidades dirigidas por religiosos. Pero en los últimos años su difusión no ha cesado de crecer, hasta revelar unas proporciones que han hecho inaplazable un cambio de rumbo. Fue crucial, en este sentido, el caso de la Iglesia de Chile, que en el 2011 asumió la existencia de abusos y creó un consejo nacional preventivo para evitar reiteraciones. Desde entonces la justicia de aquel país ha abierto un centenar de causas penales por abusos cometidos en el seno de la Iglesia.
A partir del caso chileno se ha producido un reguero de denuncias ante el Vaticano por abusos sexuales de religiosos, al ritmo de unas 400 anuales. El año pasado dicha cifra se dobló hasta las 900. Este goteo se ha visto complementado por causas por abusos contra altos cargos de la Iglesia, como fue la protagonizada por el cardenal Pell, tercero en el rango jerárquico de la Iglesia. O, hace escasos días, por la expulsión del sacerdocio del cardenal McCarrick, algo inédito en un eclesiástico de su rango. El fenómeno alcanza a todo el orbe católico. En las últimas semanas hemos conocido denuncias contra un monje de Montserrat, ya fallecido, por abusos a adolescentes. Los obispos catalanes hicieron público la semana pasada un comunicado en el que pedían perdón a las víctimas de abusos sexuales. Anteayer, las congregaciones y órdenes católicas masculinas y femeninas lanzaron un insólito comunicado conjunto en el que admitían haber ocultado abusos.
La recepción de este y otros anuncios en los colectivos de víctimas ha estado marcada, hasta la fecha, por el escepticismo. Han sido muchos años de negación y encubrimiento por parte de las autoridades católicas; de sufrimiento en silencio y de soledad para las víctimas. Estos días habrá en Roma reuniones de víctimas, que discurrirán en paralelo a las de los religiosos, y no cabe descartar que formulen reservas ante los acuerdos que se adopten en el Aula del Sínodo.
Sin embargo, el punto de inflexión en el que se halla la Iglesia no admite marcha atrás y además exige celeridad y determinación contra los abusos. El papa Francisco abrió su Carta al Pueblo de Dios de agosto con un conocido versículo de la primera Carta a los Corintios, escrita por Pablo de Tarso: “Si un miembro sufre, todos sufren con él”. Obviamente, esa es la primera razón por la que una entidad como la Iglesia debe tomar medidas definitivas para acabar con los abusos. Pero a nadie escapa que hay otro motivo capital para hacerlo, como es la preservación de su credibilidad. La Iglesia atraviesa tiempos convulsos, y no debe escatimar recursos para completar todas las investigaciones necesarias y luego establecer los mecanismos de control y denuncia que eviten nuevos abusos a menores. Le va el futuro en ello.