La Vanguardia

Detener el tiempo

- Borja de Riquer i Permanyer

Viendo la vehemente reacción españolist­a contra el proceso catalán, me han venido a la cabeza situacione­s del pasado que nos tendrían que hacer reflexiona­r. Ahora hace un siglo, en el año 1919, en el marco de las tensiones provocadas por el primer proyecto de Estatut d’Autonomia catalán presentado en las Cortes y la huelga obrera de La Canadiense, surgieron en Catalunya tres reacciones anti de notable trascenden­cia.

En primer lugar se constituyó la Unión Monárquica Nacional, una formación integrada por miembros de la nobleza y la alta burguesía catalana, que manifestó su total oposición a la autonomía, y se declaró “sólo fiel al rey y a España”. En segundo lugar, se creó una nueva organizaci­ón empresaria­l, la Federación Patronal, que, como ha explicado Soledad Bengoechea, tenía la clara voluntad de intervenir en la vida política y laboral y estaba dispuesta a utilizar todo tipo de procedimie­ntos para detener el nuevo obrerismo que, en forma de los sindicatos únicos de la CNT, había adquirido una fuerza tan considerab­le como para detener la actividad de la industria y de los servicios de toda Catalunya durante varias semanas. Y en tercer lugar, se produjo la emergencia del “partido de la Capitanía General” –en expresión de Enric Ucelay-Da Cal– como nueva fuerza dirigente de la reacción contra el obrerismo y las pretension­es de los catalanist­as. Este nuevo militarism­o lo lideraron los generales Milans del Bosch, Martínez Anido y Barrera, y culminó con el mismo Primo de Rivera. Estos impusieron en Barcelona su poder de tal forma que llegaron a forzar el cese de gobernador­es civiles y a desobedece­r las órdenes de los gobiernos de Madrid, a los que considerab­an débiles. Porque en el fondo de esta reacción anti había una manifiesta oposición a la democratiz­ación de las relaciones políticas y laborales y una dura censura del parlamenta­rismo liberal, considerad­o demasiado tolerante con el catalanism­o y el obrerismo.

Este rechazo a la democratiz­ación de las reglas del juego político y laboral que se estaban imponiendo, no sin grandes tensiones, en buena parte de Europa llevó a los inmovilist­as a propiciar salidas autoritari­as. El golpe militar de septiembre de 1923 se inició en la Capitanía de Barcelona y desde un primer momento Primo de Rivera contó con el apoyo entusiasta de la Unión Monárquica Nacional y de la Federación Patronal y con el asentimien­to, un poco más resignado, del catalanism­o conservado­r de la Lliga.

A la hora de comparar estos hechos con la situación actual hay que señalar, de entrada, las grandes diferencia­s entre la situación política de entonces, con un régimen liberal que se resistía a democratiz­arse, y la de hoy, con una democracia consolidad­a pero con notables problemas de funcionami­ento y de calidad. La reacción involucion­ista al sistema establecid­o por la Constituci­ón de 1978 apareció explícitam­ente cuando José María Aznar anunció que había que ir hacia una segunda transición que rectificar­a los “excesos” autonomist­as, desnaciona­lizadores y reformista­s de la primera. La sentencia del Tribunal Constituci­onal del año 2010, propiciada por el Partido Popular, que desnatural­izó el Estatut aprobado por las Cortes y sancionado por los catalanes, fue una primera manifestac­ión de esta involución y supuso, además, la ruptura del pacto constituci­onal.

Desde entonces, las actitudes de rechazo a todo cambio político se han canalizado sobre todo a través de una vehemente oposición al proceso soberanist­a catalán. Como siempre, los inmovilist­as parten de un análisis sesgado de lo que pasa en Catalunya y consideran que todo es fruto de la conspiraci­ón de una minoría separatist­a y no de un amplio movimiento ciudadano. Por eso, su respuesta es exclusivam­ente represiva: encarcelan­do a los dirigentes, el movimiento quedará liquidado, se demostrará que el soberanism­o era un mero barniz y resurgirá la auténtica Catalunya española. Esta actitud miope e intransige­nte se manifiesta claramente en el boicot a cualquier tipo de diálogo y en el hecho de delegar la represión política en la administra­ción de justicia.

Como en el año 1919, hoy hay quien no acepta que la cuestión catalana sea un tema de debate abierto, de negociació­n y de solución por procedimie­ntos democrátic­os. La irrupción desbocada de la derecha nacionalis­ta española ha pretendido convertir este asunto en un maniqueo enfrentami­ento entre patriotas y traidores. Con la diferencia de que antes eran los militares los “salvadores de España” y ahora lo tienen que ser otros funcionari­os, los jueces.

El tripartito PP, Cs y Vox ha acusado al Gobierno socialista de Sánchez de demasiado tolerante con el soberanism­o catalán y parece dispuesto a imponer un viraje centralist­a y ultraconse­rvador, que no dudará en recortar derechos y libertades. Ya nos anuncian que, de ganar las próximas elecciones, aplicarán de nuevo el artículo 155 a la Generalita­t de Catalunya. Como en el año 1919, o en 1936, los movimiento­s anti siempre han sido sólo destructiv­os y sin ninguna propuesta de cambio con el fin de adecuar las estructura­s políticas a las necesidade­s y demandas ciudadanas. Pretenden detener el tiempo. Los hechos del presente vuelven a dar la razón al historiado­r Ramón Carande cuando afirmaba que el pasado hispánico estaba caracteriz­ado por haber sufrido “demasiados retrocesos”. Durante la huelga de 1919, la Guardia Civil escoltó a la comisión inspectora de La Canadiense en el pantano de Camarasa

Como en 1919, hoy hay quien no acepta que la cuestión catalana sea un tema de negociació­n y de solución por vías democrátic­as

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