Monarquía o república
En un documento del pasado mes de noviembre titulado “Prioritat i futur”, personas vinculadas al procés consideraban como una de las cinco “inmediatas prioridades de futuro irrenunciables para Catalunya” la consecución de las repúblicas catalana y española. El president Torra, por lo que sabemos, planteó abrir el debate sobre la monarquía en su reunión con el presidente Sánchez.
Vaya por delante que no consideramos que sea un tema urgente el tema del modelo republicano del Estado en sí mismo, especialmente si consideramos los muchos retos que enfrenta nuestra sociedad, pero nos hemos decidido a abordarlo, siquiera someramente, por la acusada frivolidad que se observa en muchos debates actuales y con la idea de encarar la cuestión de fondo.
Hoy se arguye contra la monarquía su vetustez, su carácter anacrónico y los comportamientos a veces poco edificantes de algunos monarcas, llegando a asimilarla a las monarquías preliberales. Desde la ignorancia sobre la historia de la institución monárquica constitucional o parlamentaria se olvida que es una construcción política moderna. Se recuerda poco la estabilidad que ha generado, en contraste con las dos repúblicas que desgraciadamente finalizaron con enfrentamientos violentos y fratricidas. Algunos historiadores subrayan cómo en la Segunda República el carácter partidista de la jefatura del Estado coadyuvó a que tuviera el final que conocemos. También se tiende a olvidar que hoy en muchos de los países con mayor índice de desarrollo humano la forma de Estado es la monarquía parlamentaria: Noruega, Australia, Suecia, Holanda, Dinamarca, Canadá, Reino Unido, Nueva Zelanda, Bélgica, Japón, etcétera.
En realidad, por la “falta de soberanía del soberano”, los países que tienen monarquía parlamentaria son análogos a una república moderna. Una república no es otra cosa que una comunidad de ciudadanos, igualmente libres que se rigen por las leyes que se dan a sí mismos, generalmente a través de sus representantes.
Sin embargo, la pregunta de fondo debería ser: ¿cómo conviene a la sociedad organizar el poder para garantizar que se favorece más el bien común y la prosperidad con mayor probabilidad? A este respecto y vinculados al debate sobre la monarquía parlamentaria, hay dos argumentos que conviene considerar.
El primer argumento sostiene que toda democracia requiere un equilibrio de poderes y garantías, sin los cuales deviene una democracia de mala calidad. Este equilibrio pasa por la existencia de instituciones que garanticen diversos niveles de independencia respecto a los partidos políticos: los tribunales constitucionales, los órganos reguladores, el poder judicial, etcétera. Sin ellos, el sistema se va corrompiendo y acaba funcionando solamente para el bienestar de unos pocos. Hoy, en España, la figura del monarca constitucional es una de las pocas instituciones no colonizadas por los partidos políticos al estilo del entrismo de Gramsci.
El segundo argumento tiene que ver con los incentivos para su supervivencia: el rey dejará de ser rey cuando disminuya su popularidad social de manera acentuada y prolongada. No olvidemos que Alfonso XIII renunció tras el triunfo en las grandes ciudades, en unas elecciones locales, de algunos partidos republicanos, no después de un referéndum. En consecuencia, ¿cómo puede la monarquía parlamentaria mantener su popularidad? De una sola manera: defendiendo los intereses más generales del conjunto de conciudadanos.
La consecuencia es que hoy, en España, tener una monarquía parlamentaria nos permite disponer de una institución no colonizada por la lucha política cortoplacista, y que posee un altísimo incentivo para defender los intereses generales de la mayoría de los ciudadanos. Y esto es un factor de estabilidad muy relevante porque es una instancia que puede ayudar a crear el clima adecuado para la búsqueda de soluciones compartidas a los grandes retos a los que nos enfrentamos, con una visión a medio y largo plazo. Ello sin olvidar que el Rey no puede ni debe arbitrar soluciones que correspondan a las fuerzas políticas ni, en ningún caso, traspasar el ámbito constitucional al que está sujeto.
Todo esto lo sabe bien el secesionismo catalán. Por ello necesita debilitar la monarquía parlamentaria. Su lógica le lleva a desprestigiar las instituciones que sirven para la gestión de los problemas colectivos. Así, con el objetivo del “cuanto peor, mejor”, se puede desacreditar la justicia, la monarquía parlamentaria y la propia Constitución, todo ello independientemente de los cambios y mejoras que sin duda se han de introducir.
Lo que se dilucida en el debate “monarquía o república” es cómo queremos repartir el poder y si queremos disponer de los contrapesos y garantías que pueden favorecer una democracia de mayor calidad. Por las razones expuestas, consideramos preferible el modelo de monarquía parlamentaria. Por ello, queremos acabar reiterando que hoy hay temas más trascendentes y acuciantes en los que centrarnos.
Hoy, en España, la figura del monarca constitucional es una de las pocas instituciones no ‘colonizadas’ por los partidos