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Los temores de la industria automovilística europea ante la posibilidad de que Trump apruebe nuevos aranceles, y la aprobación en el Congreso de la nueva ley hipotecaria.
UN sudor frío ha sacudido a la cúpula de la industria automovilística europea después de que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, esgrimiera motivos de “seguridad nacional” para insinuar la posibilidad de imponer nuevos aranceles –hasta el 25%– a las importaciones de vehículos europeos y de sus componentes.
De momento se trata de un amago, de una amenaza, pero que ha servido para disparar todas las alarmas de los grandes fabricantes europeos, en especial de los alemanes, los más potentes del continente. La imposición de aranceles podría costar a las compañías automovilísticas europeas decenas de miles de millones de euros y supondría un salto cualitativo de enorme importancia en la guerra comercial que Trump ha declarado a la Unión Europea y a China. Además de un problema de enorme impacto económico, es sobre todo un problema político entre Washington y Bruselas, con dos visiones diametralmente opuestas del comercio mundial.
Afirmar, como sostiene Trump, que los coches que importa EE.UU. de Europa son una amenaza para la seguridad nacional es, cuando menos, desconcertante, ya que entre sus socios comerciales figuran aliados de su política exterior. Angela Merkel dijo hace una semana que muchos coches alemanes a la venta en el mercado estadounidense han sido fabricados en factorías de ese país. “Si esos vehículos son de repente una amenaza para la seguridad de EE.UU., lo encuentro sorprendente”, ironizó la canciller.
Si Trump materializara su amenaza, añadiría nuevas tensiones a las que ya suscitó la aplicación de una medida similar el pasado año al acero y aluminio europeos. Además, EE.UU. se arriesga a que un concepto tan estratégico como “seguridad nacional” pueda ser usado como excusa general por aquellos estados que encuentren defectos en el entramado del régimen comercial global. El presidente de EE.UU. dispone de 90 días para tomar una decisión. Si finalmente aplicara esos aranceles, ello plantearía a la UE la necesidad de responder con una medida similar, lo que agravaría la guerra comercial. Bruselas tiene una lista de exportaciones estadounidenses para gravar –desde los camiones Caterpillar hasta las maletas Samsonite–, pero seguramente intentará cerrar antes un acuerdo comercial bilateral. De hecho, Trump y el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, abrieron en julio del pasado año esas negociaciones, pero se ha avanzado poco porque las amenazas que paulatinamente introduce Trump hacen muy difícil cerrar un acuerdo transatlántico.
Tras la cumbre del G-20 en Buenos Aires, EE.UU. y China llegaron a una tregua comercial, pero el presidente estadounidense sigue firme en su política de proteccionismo económico. Aparentemente, EE.UU. quiere guerra comercial. Hasta la fecha, no le ha dado ningún resultado, pero la ideología es más importante que los hechos. El carácter impulsivo de Trump hace temer que acabe poniendo en práctica los nuevos aranceles con la excusa de proteger a los trabajadores estadounidenses de la competencia desleal de otros países productores. Unas sanciones que podrían acabar convirtiéndose en un bumerán para EE.UU., porque tal medida podría hacer caer en un 0,1% el PIB del país en el 2019, con una pérdida de unos cien mil puestos de trabajo. Ya han cerrado diversas fábricas de General Motors al dispararse los costes de fabricación por los aranceles al acero europeo y si se imponen nuevas sanciones, el precio del vehículo será más elevado y ello reducirá las ventas. Es decir, sería como pegarse un tiro en el pie, pero con Trump nada es descartable.