La Vanguardia

Un robot en la puerta

- Quim Monzó

Un día ya lejano supimos por la prensa que una pareja había roto su relación por WhatsApp. Uno de los dos le envió cuatro palabras al otro, las justas para notificarl­e que la cosa se había acabado. Fue noticia en los medios porque era una novedad en la vertiginos­a evolución de los métodos de comunicaci­ón humanos, la última desde el primer gruñido del homínido inicial. “Fíjate, qué bestia. ¡Le dice por WhatsApp que ha decidido partir peras!”. Quizá no fue ni un watsap. Quizá fue un mensaje de texto, antes de que el WhatsApp existiera. El caso es que mucha gente se hizo cruces: “¿Adónde iremos a parar?”. Hasta entonces, la práctica habitual era o bien reunir suficiente coraje y decirlo a la cara o explicar que bajabas un momento a comprar tabaco y no volver nunca más. Y seguro que antes del SMS o el WhatsApp alguien cortó por fax, cuando había en muchas casas y en todas las oficinas. Y seguro que, antes del fax, alguien decidió, cuando el teléfono todavía se considerab­a “nueva tecnología”, descolgar uno y hacer una llamada para decir: “Adiós, no nos veremos más”. “Oh, pero ¿me lo dices así,

A veces ya no son los médicos quienes comunican al enfermo que le quedan pocas horas de vida

por teléfono? ¡Quedemos y lo hablamos!”. “No hace falta”. Aquello también debió de ser un bombazo.

Como dicen aquellos dos señores de La verbena de Paloma, “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, ¡es una brutalidad!, ¡es una bestialida­d!”. Adelantan tanto que, ahora, a veces ya son robots los que comunican al enfermo que le quedan pocas horas de vida. Pasó hace pocos días en un hospital de California llamado Kaiser Permanente. Un hombre de setenta y ocho años estaba ingresado, en estado grave. Una noche reposaba en su habitación, acompañado de su nieta. De repente, en la puerta apareció un robot de esos que muestran una pantalla. En la pantalla, un médico que les anuncia los resultados de la última resonancia magnética: “No quedan pulmones, no hay nada con lo que podamos trabajar. La única opción son curas paliativas, quitarle la máscara de oxígeno y darle morfina gota a gota, hasta que muera”. El hombre quedó aterrado. La nieta se puso a llorar. El hombre, en efecto, murió al día siguiente. A las quejas de la familia, el hospital contestó: “Así es como hacemos aquí las cosas”. Los familiares no están de acuerdo. Dicen que, como se había hecho siempre, debería haber sido el médico en persona quien lo comunicara al enfermo o a sus familiares, no por medio de un robot.

El día que me encuentre en esa misma situación (que me encontraré tarde o temprano, si antes no me atropella un coche o me cae encima el avión del Tibidabo), yo preferiría, puestos a que me lo diga un robot, que sea uno igual al Terminator y que, para agilizar la cosa y ahorrar morfina –que no debe de ser barata–, saque el pistolón, me mire desde detrás de esas gafas de sol suyas, tan chulas, y antes de disparar me diga: “Sayonara, baby” con la voz de Constantin­o Romero. Ya entenderé yo de qué va la cosa.

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