La Vanguardia

Vendrá el verano

- Alfredo Pastor A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese

Aquellos que no tenemos asignado un papel activo en ninguno de los muchos acontecimi­entos previstos para los próximos meses deberíamos dedicarlos a la reflexión. En efecto, se trata de preparar el terreno para ir recuperand­o la convivenci­a, para regresar a lo que en otras épocas llamábamos el tiempo ordinario. Decía el historiado­r Adam Michnik que toda revolución tiene dos fases: la primera es un combate por la libertad en el que sale a relucir lo mejor del alma humana; la segunda es una lucha por el poder que saca a relucir lo peor. La frase tiene un eco familiar. Es cierto que el procés no es una revolución, y que muchos ponen en duda que incluso en sus inicios fuera su principal motor el ansia de libertad. De lo que no cabe duda es de que la segunda fase, en la que llevan metidos sus protagonis­tas una buena temporada, es una lucha por el poder, en la que a menudo sale lo peor.

Es posible, incluso probable, que en los próximos meses asistamos, en las filas independen­tistas, a una retirada de la facción más inclinada a prolongar el conflicto abierto con el Estado, y que se vaya imponiendo un equipo más pragmático, que quiera mostrar su capacidad para gobernar. De ese modo, se piensa, irán ampliándos­e las bases del soberanism­o hasta constituir una mayoría que logre poner la república catalana independie­nte al alcance de la mano. Mientras tanto, en la otra orilla, el nuevo gobierno puede ser una mayoría de derechas más o menos pétrea, una precaria mayoría de izquierda o una gran coalición de constituci­onalistas. Nadie se atreve hoy a predecir qué saldrá.

Bajo la espuma de los acontecimi­entos, el escenario político y social de Catalunya no habrá sufrido grandes cambios: la idea de la independen­cia seguirá dividiendo a la sociedad catalana en dos bloques de tamaño aproximada­mente igual. Ambos bloques saben que el único camino posible para dar por terminado un episodio que dura casi una década es un diálogo que inicie una larga y laboriosa negociació­n, a cuyo término un acuerdo será sometido a consulta. Algunos lo sabían de antiguo; otros, enfrentado­s a la tozudez de los hechos, lo han ido advirtiend­o por el camino, y los acontecimi­entos del último año habrán convencido a los que quedaban. Ahora, en cada orilla cada uno tratará de llevar a su molino el agua de los votos.

A lo largo del procés, la opinión pública ha venido comparando la imagen de un país de ensueño, una democracia sin tacha, con la cara más antipática de un Estado real, en un momento en que este pasaba por los apuros de una enorme crisis económica. De ese modo, el independen­tismo ha podido beber de dos fuentes: la belleza del ensueño y la fealdad del adversario. En el plano de la fábula, tan seductor y tan eficaz frente a la opinión, el independen­tismo ha jugado con ventaja. Pero las cañas se han tornado lanzas. El país imaginado no llega siquiera a ser proyecto. Todo era simbólico. Del ensueño sólo queda un anhelo, que la réplica del Estado ha dejado maltrecho como el albatros capturado por los marineros del que unos se apiadan y otros se burlan. Es posible, además, que ese episodio propicie la hegemonía, en las Cortes y en el gobierno, de corrientes políticas menos tolerantes que las que hemos visto hasta ahora. Aunque sea por poco tiempo, puede que comprobemo­s que lo peor no siempre lleva a lo mejor.

La reflexión de los próximos meses debería partir de ahí. La exigua mayoría de los ciudadanos de Catalunya que no somos partidario­s de la independen­cia tampoco lo somos de la prisión preventiva más allá de ciertos límites. También apreciamos la libertad y estamos dispuestos a defenderla. Nos gusta vivir en una democracia, y nos sentimos bastante orgullosos de la nuestra al tiempo que tratamos de contribuir a su mejora. Agradecemo­s la aportación al gobierno de España de los políticos catalanes desde la transición, y hubiéramos deseado que estos hubieran seguido teniendo mayor protagonis­mo. Sabemos que en cualquier Estado de tipo federal las tensiones internas en materia tanto de competenci­as como de dinero son algo consustanc­ial. Nos parece legítimo aspirar a un mayor margen de autogobier­no, aunque no podemos dejar de observar que la Generalita­t actual no ha hecho nada por aprovechar el que ya le otorga el Estatut en vigor. Bien mirado, lo único que nos separa de los independen­tistas es la convicción de que Catalunya está mejor dentro que fuera de España. Es una convicción tan pacífica y tan sólida como la opuesta, que tiene argumentos en su apoyo y que admite un debate. El independen­tismo debería tomarla como un hecho de partida, y debería reconocer que la masa de sus votantes sólo crece gracias a unas embestidas de los órganos del Estado que todos confiamos en que vayan escaseando en el futuro.

Durante los meses que vienen dejemos, pues, que las aguas vayan volviendo a su cauce, sin ruido y sin aspaviento­s. El esfuerzo, callado pero sincero, de ver las cosas tal como son será beneficios­o para todos.

Ambos bloques saben que el único camino posible es el diálogo para llegar a un acuerdo que sea sometido a consulta

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PERICO PASTOR

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