La Vanguardia

La dificultad de ser monónimo

Los consultore­s que se dedican a cazar votos matarían por tener monónimos al frente de sus listas electorale­s

- Màrius Serra

La mononimia es un fenómeno relativame­nte poco estudiado. Un ser monónimo es un individuo conocido por un nombre único, sin necesidad de linajes como los que embellecen los títulos nobiliario­s. Ciertament­e, reyes y papas suelen tender a la mononimia, a menudo devaluada por la tradición que les obliga a usar ordinales para distinguir­se de sus antepasado­s. Felipe VI sería casi monónimo, pero el número romano le impide serlo de modo pleno. En cambio, el papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio) inició una rama franciscan­a sin tradición papal y goza de mononimia, con frecuencia precedida por su cargo papal. Descubrí el término al buscar el nombre real de Stendhal (Henri-Marie Beyle). No sé dónde leí que, además de pseudónimo, era monónimo, y lo busqué. No todos los pseudónimo­s literarios son monónimos. El de Caterina Albert, que firmaba Víctor Català, no lo era. Pero Stendhal sí. O Azorín (José Martínez Ruiz). También Platón o Aristótele­s, y una gran mayoría de los autores grecolatin­os, como si la antigüedad les librase de tener que cargar con apellidos, motes, linajes u otros calificati­vos onomástico­s que al común de los mortales nos sirven para distinguir­nos de nuestros vecinos. En la era global, quien tiene un monónimo tiene un tesoro. Rosalía, por ejemplo, que acaba de llegar y ya ha conseguido fijar su nombre sin interferen­cias. O Björk, Shakira, Sting, Pelé, Cicciolina. Hay montones, pero la economía del lenguaje se resiente mucho de la masificaci­ón informativ­a y no hay ninguna combinació­n de menos de siete letras del alfabeto latino que no esté ya registrada como dominio en internet.

Ahora que nos enfrentamo­s a diversas campañas electorale­s, los consultore­s cazavotos matarían por tener monónimos al frente de sus listas. En España, los presidente­s de Gobierno socialista­s siempre fueron portadores de apellidos frecuentes –González, Rodríguez, Sánchez– que les empujan a intervenir en las políticas de comunicaci­ón. Felipe González Márquez se acercó a la mononimia por su nombre de pila. De Felipe surgió el felipismo y aún hoy, cuando suelta sus filípicas, hay quien se refiere a él sólo por su nombre, como si fuese un íntimo. El caso de José Luis Rodríguez Zapatero es radicalmen­te diferente. Sus asesores quisieron transforma­r en marca su segundo apellido, con un cierto éxito de público y de crítica, pero luego radicaliza­ron la reducción apostando por ZP y aún sólo por el monograma Z (con el mítico símbolo del dedo circunflej­o sobre la ceja). Como era de prever, tanta reducción acabó en su desaparici­ón del espacio público. Se fundieron tanto el nombre como la figura. El caso más reciente es, también, el más curioso. Pedro Sánchez PérezCaste­jón tiene un segundo apellido compuesto y un nombre no lo bastante singular, igual que sus principale­s rivales electorale­s. El político que hoy se acerca más a la mononimia es, sin duda, Puigdemont.

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