La Vanguardia

Primavera y políticos

- Arturo San Agustín

Ya es primavera en algunos. En otros, mayormente en quienes transitan por la Diagonal, es sólo tiempo de molestas alergias. Hace meses que no me cruzo e intercambi­o algunas palabras, siempre sin detenernos, con un octogenari­o, menudo, pulido, sonriente y simpático, que pasea mirando siempre a las copas de palmeras y plátanos de sombra. Ignoro si este caballero barcelonés, que camina dando pequeños saltos, a la manera de los gorriones, observa a las escandalos­as cotorras o a las palomas con temor o simpatía. O si simplement­e lo suyo es un simple tic. Lo cierto es que las pocas palabras que intercambi­amos son siempre en francés. Porque en ese idioma se dirigió a mí la primera vez.

Desde que no me cruzo, pues, con este ciudadano, la Diagonal me parece más triste. Hablo de una tristeza parecida a la que creo detectar en el rostro de la colega Mònica Terribas, rubia que, como la morena Ana Pastor de ahora mismo, fue mujer de látigo implacable, pero sólo con determinad­os personajes. Viendo a Terribas el lunes en la presentaci­ón de El riesgo de la verdad, libro que cuenta parte de la memoria política del siempre agudo Josep Antoni Duran Lleida, pensé que a medida que acumulamos años cada vez nos parecemos más a nosotros mismos. Yo, ahora, por ejemplo, siempre que me miro en el espejo me asusto un poco porque creo ver en el mismo a un siciliano de aquellos que conocieron y sufrieron al poderoso Calogero Vizzini, más conocido como don Calò, que creció entre sotanas familiares: las de dos obispos y dos arcipreste­s. Me atrevo a decir que, incluso profesiona­lmente, a quien le sientan bien los años es al amigo Josep Cuní, que ahora, quizá más que nunca, es la sensatez contundent­e. Lo cito porque también él presentó el libro de Duran Lleida. El otro colega presentado­r fue Antoni Puigverd, que siempre parece detenido en un cruce de caminos, razón por la que ni siquiera aquí, en esta humilde columna periodísti­ca, quiero distraerlo.

O sea, que no a todos nos regresa ya, anualmente, la primavera. A veces eso es imposible. Y si me repito con tanta primavera y alergia, con tanto picor y estornudo, es porque fue una cierta primavera la que pude observar el pasado lunes, mientras Duran Lleida, ilustre hipocondrí­aco y hombre siempre en estado de alerta, se preguntaba en voz alta si quedaba algún estadista en Catalunya. En la presentaci­ón del libro del político democristi­ano se habló de silencios cómplices, de fracasos colectivos y de falta de coraje y ambición. Pero yo, insisto, estaba más atento a la primavera, a una cierta primavera. Porque la compañera sentimenta­l del alcaldable Manuel Valls, presente en el acto y sentado en primera fila, cogió su mano como hacían los novios de antes.

Duran Lleida dice que quiso ser periodista. Y aquel gran misterio italiano que fue el muy poderoso Giulio Andreotti, también democristi­ano, y que sin duda supo del siciliano don Calò, siempre presumía de serlo. De ser periodista. Eso quiero decir.

En la presentaci­ón del libro de Duran Lleida se habló de silencios cómplices y de fracasos colectivos

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