La Vanguardia

Algo podrido

- JOHN CARLIN

Habré visto Hamlet una docena de veces y habré leído la obra al menos una docena de veces más (sí, hay gente pa’ to’, como dijo aquel). La mejor versión es la mía: la que me imagino cuando la leo. La que la sigue es la película rusa de Hamlet, dirigida por Grigori Kózintsev. Y después, la tercera en orden de excelencia, la que vi el viernes en un teatro, aquí en Barcelona, dirigida por Pep Garcia-Pascual.

OK. Lo confieso. Pep es mi amigo, el único hombre con el que he forjado una relación seria basada no en el fútbol (aunque también) sino en Shakespear­e, al que admiramos casi tanto como a Messi. Pero aunque la obra la hubiese dirigido un personaje que encuentro repelente (Pablo Casado galopa a la mente) tendría que reconocer que estuvo muy bien. Y muy ambiciosa, ya que Pep y su equipo la interpreta­ron en inglés para adolescent­es catalanes –edad promedio en el teatro lleno, como 15 años– y redujeron de cuatro horas a una el cuento de la vida y muerte del indeciso príncipe danés. Se agradece. Hamlet es a la vez la obra más brillante y más dispersa del escritor más grande de todos los tiempos (aunque no hubiese escrito Hamlet ,o El rey Lear ,o Macbeth ,o Romeo y Julieta, si Shakespear­e sólo hubiese escrito uno de sus 154 sonetos, el que comienza “Not marble…”, “Ni el mármol…”, ya con eso sería imbatible).

Tras contemplar una vez más al pobre Hamlet, esta vez en la Rambla, debatiéndo­se entre matarse a sí mismo o a su tío hasta que finalmente, exagerando un poco, mata a media Dinamarca, surge de nuevo la gran pregunta: ¿está loco o lo finge? O, como dicen en Argentina: “¿Sos o te hacés?”. Aún no tengo clara la respuesta, y dudo mucho que Shakespear­e la hubiese tenido (tampoco tengo nada claro, ya que estamos, cuál es la respuesta a la pregunta si la aplicamos a Donald Trump, Kim Jong Un, Vladímir Putin, Theresa

May, Nicolás Maduro, José María Aznar, Dick Cheney,

Fidel Castro, Mussolini, Napoleón, Enrique VIII, Felipe II, Evita Perón, José Mourinho, Quim Torra y la mitad o más de los que ocupan o han ocupado puestos de poder en cualquier lugar del mundo hoy y siempre).

Pero de lo que no hay duda es de que el protagonis­ta de la más famosa y más delirante tragedia shakespear­iana es una mina de oro para cualquiera interesado en el estudio de la psicología. Sigmund Freud tuvo una fiesta –una orgía– despedazan­do la relación entre Hamlet y su mamá.

En tiempos de Shakespear­e el consenso era que Hamlet padecía lo que llamaban melancolía. Hoy en día tenemos otra palabra para eso: depresión.

Hay montones de escritos científico­s sobre el tema. Eligiendo entre muchos, aquí va la conclusión de un académico neozelandé­s: “La interpreta­ción que mejor se ajusta a las pruebas es que Hamlet sufría una enfermedad aguda depresiva”.

¿Adónde voy con todo esto? Buena pregunta. La respuesta es: primero a la dieta mediterrán­ea, y luego al Brexit. ¿Seré yo el que ha enloquecid­o? No necesariam­ente.

Es que... Es muy curioso, pero media hora después de ver la obra inglesa/barcelones­a de Hamlet me topé con un artículo en The New York Times sobre algo que desconocía, la psiquiatrí­a nutriciona­l. El artículo cita a varios expertos en este nuevo campo médico que mantienen que existe una correlació­n entre lo que la gente come y la depresión. Estudios que se han llevado a cabo con miles de individuos en Australia y Estados Unidos indican que cuanto más fruta, verduras, legumbres y pescado consume uno, mejor la salud mental y mayor la satisfacci­ón con la vida. La carne y los productos lácteos, en cambio, fomentan la depresión, según dicen. En resumen, los psiquiatra­s nutriciona­les recomienda­n a sus pacientes que se adhieran a la dieta mediterrán­ea.

Todo tiene que ver aparenteme­nte con las bacterias que se producen en el estómago y los mensajes que ellas envían al cerebro. Shakespear­e se anticipó a esto, como a casi todo, en una de sus obras, Twelfth night, conocida como Noche de Reyes en castellano. Un personaje llamado sir Andrew confiesa: “Como mucha carne y esto hace mucho daño a mi cerebro”, a lo que su amigo sir Toby Belch le responde: “Sin duda”. En otras de sus obras Shakespear­e habla mal del queso y favorablem­ente de las cerezas y los fresones. No recuerdo, sin embargo, ninguna referencia a la comida en Hamlet, con la excepción de los gusanos que se cenan el cadáver de Polonio, el padre de la novia del protagonis­ta y la primera de sus víctimas.

Lo cual no impide que la psiquiatrí­a nutriciona­l encuentre aquí material para alimentar sus teorías. Al contrario. Se podría fácilmente argumentar que el origen de la depresión que sufre Hamlet radica en la ausencia a principios del siglo XVII en Dinamarca, país donde abundan las vacas, del tipo de frutas y verduras que se encuentran en España, Grecia e Italia. Claro, el hecho de que el tío de Hamlet mató a su padre, el rey, y se casó un par de días después con su madre (comieron en la boda lo que sobró del funeral, observa el amargado príncipe) también contribuyó a su pésimo estado de ánimo. Pero quizá si hubiese tenido unos garbanzos, tomates y naranjas a mano hubiera llevado el tema mejor. Es también posible, por no decir probable, que con más fibra y vitamina C en su dieta jamás hubiera visto y luego conversado con el fantasma de su padre, el que montó todo el lío al principio de la obra revelándol­e que había muerto no de causas naturales, como se suponía, sino envenenado por su hermano.

Lo cual nos lleva al Brexit. Si Shakespear­e volviese a la vida hoy se sorprender­ía por lo vigente que sigue siendo Hamlet en su país natal. Vería, en primer lugar, que lo que define a los ingleses es la indecisión. No “¿ser o no ser?”, pero sí algo parecido: “¿Brexit o no Brexit?”. Vería también que están sumidos en la depresión, enfermedad cuyos índices en Inglaterra están entre los más altos del mundo. Hace un año la primera ministra británica, Theresa May, nombró por primera vez en la historia de su país un “ministro para la Soledad”. Triste. Inglaterra parece un país de Hamlets y peor estarán, aunque demasiados no lo entiendan, en caso de que salgan por fin de la Unión Europea y se queden no sólo más solos que nunca, sino privados de las frutas felices del soleado sur. Se me ocurre que el Brexit quizá sea no tanto la causa sino el síntoma de algo más grave. Me tienta la deprimente conclusión de que, como podría haber dicho Shakespear­e, hay algo podrido en Inglaterra.

La psiquiatrí­a nutriciona­l sostiene que existe una correlació­n entre lo que la gente come y la depresión; en resumen, recomienda­n a sus pacientes que se adhieran a la dieta mediterrán­ea

Si Shakespear­e volviese a la vida hoy se sorprender­ía por lo vigente que sigue siendo ‘Hamlet’ en su país natal; vería, en primer lugar, que lo que define a los ingleses es la indecisión

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ORIOL MALET
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