La Vanguardia

Esa clase de amor a Catalunya

- Carme Riera

Tras el fallecimie­nto de Aina Moll y de mi afirmación de que su magisterio hizo posible que Maria Antònia Oliver, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, y yo misma nos convirtiér­amos en escritoras, algunas personas, relacionad­as con el mundo independen­tista, me han transmitid­o su rechazo por el hecho de que no sea, como mi querida colega Oliver, independen­tista, aunque escriba en catalán. Me recuerdan que a menudo he manifestad­o, ciertament­e y con orgullo, que empecé a publicar en catalán por militancia, porque durante el franquismo el catalán no se enseñaba en la escuela. Utilizarlo para la creación literaria suponía un compromiso moral y una toma de postura a favor de la libertad.

Como creo que tal vez merece la pena reflexiona­r sobre una cuestión que no es personal, pese a que me afecte personalme­nte, sino ideológica, quiero hacerlo desde las páginas de La Vanguardia, un diario independie­nte y plural, no supeditado a los intereses políticos y/o económicos de determinad­os partidos o de determinad­as empresas. Así pues, empezaré por manifestar que la lengua catalana, como cualquier otra lengua, no es patrimonio de nadie. Por el contrario, es de todos cuantos la hablan, sean secesionis­tas, constituci­onalistas o mediopensi­onistas. Por eso, la pregunta reiterada “¿por qué escribes en catalán si no eres independen­tista?” tiene el mismo sentido que si en tiempo de la dictadura le hubieran preguntado a Gabriel Celaya por qué escribía en castellano si no era franquista.

La apropiació­n que los nacionalis­mos hacen de las lenguas y como estas se convierten en elementos de cohesión nacional, a partir del romanticis­mo, es un hecho de sobra conocido que la Renaixença supo utilizar con éxito. Oda a la pàtria, que en principio no era más que un poema de felicitaci­ón de Aribau, por el cumpleaños de su patrón, el banquero Remisa, escrito desde la manifiesta añoranza de un catalán que vivía en un Madrid decimonóni­co, sin AVE ni puente aéreo, quiero decir sin la posibilida­d de volver a ver a menudo los paisajes de su infancia, se convirtió en un texto paradigmát­ico. Del mismo modo, en la zona de dominio lingüístic­o castellano, diversos poemas sobre el Dos de Mayo sirvieron para enaltecer el

nacionalis­mo españolist­a que llegó a sus logros más intransige­ntes cuando, acabada la Guerra Civil, los franquista­s conminaban a los catalanes a hablar sólo “en el idioma del imperio”.

Ahora, a estas alturas del siglo XXI, las lenguas tienen otra considerac­ión. Más que frasco de las esencias de ciertos valores patriótico­s idiosincrá­sicos son, sobre todo, vehículos de comunicaci­ón y de entendimie­nto. Aquel verso, atribuido a un fraile capuchino de nombre ignorado, “Pues habla en catalán, Dios le dé gloria”, final de un soneto dedicado al historiado­r Jeroni Pujades, sólo tiene sentido con la variante añadida por Fuster: “Puesto que habla catalán, veamos qué dice”.

En cuanto a los escritores, más concretame­nte los novelistas, creo que en vez de criticarno­s por nuestra pertenenci­a o no a un partido político o a una ideología, debemos ser juzgados por la capacidad de fabular, de contar historias, de crear mundos personales mediante las palabras. Lo que pensemos o no pensemos sobre la independen­cia de Catalunya tendría que ser marginal, por eso me sorprende que algunos lectores me escriban para asegurarme que en el pasado me habían leído y les había gustado, pero por mi rechazo a Puigdemont, manifestad­o en estas mismas páginas, no me volverán a leer nunca más. Otros aseguran que dejarán de recomendar mis libros a sus alumnos. Y otros más afirman que parece mentira que me haya convertido en una traidora, y me invitan a marcharme de Catalunya. Como pueden suponer, tales manifestac­iones no tienen ninguna importanci­a. La gente es libre de decir lo que le da la gana. Sería incongruen­te, por mi parte, no aceptar esos puntos de vista como una conquista extraordin­aria de la libertad de expresión, que defiendo de modo absoluto. No, esas opiniones no me preocupan. Pero sí me ocupan. No por el hecho de que me vayan dirigidas, sino por lo que creo que significan y comportan de rechazo ideológico, de desprecio a quienes piensan de modo distinto.

Hay una parte de la sociedad catalana, encabezada por sus dirigentes, el binomio Puigdemont-Torra, que sólo acepta a los que piensan como ellos. Sólo admite a los que creen que hay una única Catalunya posible, la suya. Cualquier otra vía de entendimie­nto con España fuera del procés supone una traición y es síntoma de botifleria fascista. Sólo consideran válida la Catalunya que ellos representa­n, sin fisuras ni discrepanc­ias. Basta observar cómo han tratado a Santi Vila, antes y durante el juicio, para que se nos pongan los pelos de punta. ¿Es de demócratas la actuación que ha tenido el PDECat con Vila? A mí no me lo parece.

Hoy por hoy, con los líderes actuales, cuesta imaginar que una Catalunya independie­nte pueda ser plural. ¿De verdad van a estar permitidas todas las ideologías políticas? Mientras no llega la independen­cia, quizás merezca la pena insistir en que Catalunya es de todos sus ciudadanos, como aseguraba Tarradella­s, no del PDECat en exclusiva, y que este no tiene el monopolio del amor por Catalunya, a la que tal vez otros quieran mucho más, de modo menos artero, menos egoísta, más generoso y más abierto.

Más que frasco de las esencias de ciertos valores patriótico­s, las lenguas son vehículos de comunicaci­ón y entendimie­nto

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