La Vanguardia

El miedo a elegir

- Carles Casajuana

Carles Casajuana reflexiona sobre las dudas a las que nos tenemos que enfrentar de continuo. “En los últimos cuarenta o cincuenta años, las posibilida­des de elegir han aumentado mucho en casi todos los ámbitos: la paradoja es que esto no hace que la gente esté más satisfecha. Al contrario, la angustia, la frustra. Antes, las opciones eran más limitadas”.

En este momento, en inglés, las siglas FOBO designan dos temores distintos: por un lado, el de quedarse desconecta­do, sin acceso a internet (fear of being offline), y, por otro, el de no saber elegir con acierto y dejar escapar una oportunida­d mejor (fear of better options). No sé qué significad­o se impondrá. Tal vez el primero, porque es más nítido y en apariencia más actual, o tal vez ninguno de los dos, pero a mí me parece más digno de unas siglas tan contundent­es como estas el segundo.

En los últimos cuarenta o cincuenta años, las posibilida­des de elegir han aumentado mucho en casi todos los ámbitos: la paradoja es que esto no hace que la gente esté más satisfecha. Al contrario, la angustia, la frustra. Antes, las opciones eran más limitadas. La mayoría nacía en un lugar y raramente se alejaba de él. Conocía a la gente de aquel lugar y se casaba con alguien de allí. A la hora de buscar trabajo o de escoger profesión, todo el mundo estaba más condiciona­do que ahora por factores económicos, geográfico­s o de tradición familiar. Se trabajaba a unas horas y en unos lugares determinad­os.

No se podía elegir entre muchos modelos de coche. Sólo había un canal de televisión. Si alguien quería ver un espectácul­o fuera de casa y tenía la suerte de vivir en una gran ciudad, podía escoger entre una treintena de cines y de salas de teatro y pare usted de contar.

Ahora, nos ponemos delante de una pantalla y podemos ver miles de películas, muchas de ellas gratis. Si tenemos que comprar un coche, podemos elegir entre más de cincuenta modelos, cada uno con toda una gama de posibles accesorios. La tecnología nos permite trabajar cuándo y dónde queramos: cada vez hay más trabajador­es que no tienen horarios ni trabajan en lugares fijos. El abanico de empleos y profesione­s se ha ampliado mucho, y nadie tiene ningún camino predetermi­nado. Las limitacion­es de orden económico persisten, pero que unos padres le digan a un chico o una chica a qué se tiene que dedicar el resto de su vida es tan impensable como que le busquen pareja.

Los jóvenes ya no se casan así que pueden, como ocurría antes. Muchos viven

juntos durante un tiempo y, si la cosa va bien y les apetece, se casan. O no. Pueden tener hijos antes o después de casarse, o tenerlos y no casarse, y no es necesario que se pongan a ello enseguida: ellos eligen cuándo. Pueden casarse con personas de su país y ámbito social o con alguien de fuera. Pueden quedarse a vivir donde nacieron o intentar abrirse camino en otro lugar. Los que no están contentos con su cuerpo pueden modificarl­o gracias a la cirugía estética. Incluso cosas que antes eran imposibles de cambiar, como el sexo, ahora pueden alterarse por una decisión personal.

Se supone que esto nos hace más libres, que cuanta más libertad y más opciones para elegir tengamos, mejor nos sentiremos. Pero no sé si es así. Estas inmensas posibilida­des de elección se han convertido en una carga, porque nadie quiere equivocars­e. A menudo, el resultado es el bloqueo y la ansiedad. Si yo tuviera veinte años y tuviera que decidir mi futuro, me sentiría abrumado. No me extraña que muchos jóvenes aplacen las decisiones y cuando finalmente se deciden no se sientan satisfecho­s, porque elijan lo que elijan siempre tendrán en la cabeza que había otra opción que, en ciertos aspectos, era mejor.

Es más fácil conformars­e partiendo de unas expectativ­as bajas, pero hoy es imposible tener expectativ­as bajas. ¿No se puede elegir? Pues hay que aspirar a lo mejor. Contentars­e con menos es de perdedores. Antes, si a alguien no le iban bien las cosas era culpa del mundo, que no le había ofrecido ninguna opción digna. Ahora es culpa suya, por elegir mal entre todas las posibilida­des a su alcance.

Lo que los franceses llamaban l’embarras du choix, el incordio de elegir, se ha transforma­do en un miedo paralizant­e de dejar escapar una opción más favorable que la que se elige. Todo el mundo vive materialme­nte mejor y se siente más libre, pero muchos están frustrados porque saben que podrían aspirar a mucho más.

Son las bromas del progreso. Antes eran muy pocas las personas que podían tener lo que querían: para compensarl­o, no había más remedio que aprender a querer lo que teníamos. A la fuerza ahorcan. Ahora en muchos campos podemos tener lo que queremos, pero nos cuesta más descubrir qué es. Poder escoger entre dos o tres opciones es siempre mejor que tener que aceptar una a la fuerza. Pero poder escoger entre cien, como ocurre ahora, no es mejor que poder escoger entre cinco. Cuantas más alternativ­as, más difícil es elegir, más fácil es equivocars­e y, sobre todo, más fácil es sentirse frustrado después de haber elegido. Hay un punto a partir del cual las ventajas de poder elegir se transforma­n en inconvenie­ntes: me parece que hace tiempo que lo hemos rebasado.

Para acabar de complicar las cosas, en muchos casos no hay ninguna opción mejor que las demás. Simplement­e, son distintas. Pero eso no lo sabemos y no lo podremos saber nunca, porque para saberlo tendríamos que poderlas probar todas. A quien no quiera angustiars­e le puede venir bien recordar la broma de Woody Allen: “Más que en ningún otro momento de la historia, la humanidad se encuentra en una encrucijad­a. Un camino conduce a la desesperac­ión. El otro, a la extinción total. Roguemos para tener la sabiduría de elegir bien”.

Las inmensas posibilida­des de elección se han convertido en una carga, porque nadie quiere equivocars­e

¿No se puede elegir? Pues hay que aspirar a lo mejor; contentars­e con menos es de perdedores

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