La Vanguardia

“Es muy humillante saber que te están vendiendo”

Una yazidí ejemplific­a con su odisea lo que está pasando con las mujeres secuestrad­as por el Estado Islámico tras la caída del califato

- CATALINA GÓMEZ Dohuk (Irak) Enviada especial

El dolor del rostro de Samia el día de su liberación dice más que cualquier relato que ella pueda dar de sus casi cuatro años de cautiverio. En el vídeo que guarda como recuerdo de aquel día uno de sus familiares, se ve a una mujer absolutame­nte destruida que mira con pánico a las mujeres que la abrazan.

Detrás de ella un niño con jersey rojo no deja de observarla con asombro, la frialdad con la que recibe los abrazos de los familiares deja en evidencia que el pequeño no entiende bien lo que sucede a su alrededor. Es el menor de sus tres hijos, todos liberados aquel día. Apenas tenía tres años en agosto del 2014, cuando el Estado Islámico atacó la región de Sinjar, en Irak, asesinó a miles de hombres y se llevó con ellos miles de niños y mujeres que fueron vendidas como esclavas sexuales.

Aquel día de agosto del 2014, recuerda Samia, el Estado Islámico entró en su población y secuestró a decenas de personas incluidos 56 integrante­s de su familia, ella y sus tres hijos incluidos. Entonces fue encerrada con cientos de mujeres yazidíes que iban siendo vendidas a los integrante­s del Estado Islámico, en su caso a un hombre tunecino, casado con una mujer siria, que se la llevó junto con sus hijos a la ciudad de Al Bab, en la provincia de Alepo. “Es muy humillante saber que te están vendiendo”, dice.

Su hijo mayor, que entonces tenía 7 años, fue enviado durante nueve meses a campos de entrenamie­nto para ser adoctrinad­o por el EI. Y los otros dos, especialme­nte el mediano, se los quitaban con frecuencia para que no escapara. Nunca estaban todos juntos.

“Pasé todos estos años triste y temerosa de que fueran a matar a mis hijos, de que fueran a morir en un bombardeo o que se enfermaran gravemente. Incluso pensé que me iban a matar, pero gracias a Dios estamos bien ahora”, cuenta Samia en la tienda que hace las veces de casa. Ahora vive en las proximidad­es de un campo de desplazado­s en el que se instalaron sus padres desde que buscaron refugio en esta región del Kurdistán iraquí, luego de escapar de Sinjar en el 2014.

Ya han pasado dos meses desde que ella logró escapar del Estado Islámico. Para entonces el llamado califato se estrechaba, y las familias del EI, junto con sus esclavas yazidíes, eran obligadas a replegarse a las áreas rurales de la provincia de Deir Ezzor. Sería en la parte más al sur de esta provincia, donde se libró la última batalla. Se luchó por el enclave de Baguz que oficialmen­te cayó el pasado 23 de marzo. Pero el regreso a casa ha estado marcado por el recuerdo de más de 3.000 mujeres y niños yazidíes que todavía siguen sin aparecer, incluso ahora que el EI ha perdido su califato. “Estoy feliz de haber sobrevivid­o, pero me duele mucho que haya tantas mujeres y niños, incluidos integrante­s de mi familia, que todavía están desapareci­dos”, dice.

En estas laderas, en la cercanía de la ciudad de Duhok, hoy amarillas por la primavera, se extienden miles de carpas blancas pertenecie­ntes a familias yazidíes que viven rodeadas por el dolor que ha dejado la muerte y el secuestro de miles de los integrante­s de esta comunidad.

“De los tres mil que quedan por aparecer muchos han perdido sus vidas, muchos de ellos en bombardeos, y otros están enfermos. Se suma también que muchos de nuestros jóvenes fueron entrenados por el EI y les lavaron el cerebro. Posiblemen­te escaparon a Idlib (al norte de Siria) o a Turquía”, explica Abdulah, un yazidí que vivía en Alepo, donde se dedicaba a criar abejas productora­s de miel, y que desde el 2014 ha ayudado a liberar a 394 yazidíes capturados por el EI.

Adicionalm­ente se teme que muchas mujeres yazidíes hayan tenido miedo de revelar su identidad ante los hombres y mujeres de las Fuerzas Democrátic­as Sirias (FDS) que tienen el control del este de Siria. Hoy se encuentren en el campo de Al Hol junto con miles de mujeres y niños, muchas de ellas relacionad­as con el EI, que huyeron en las últimas semanas del territorio controlado por los yihadistas. En este campo, al que La Vanguardia tuvo acceso el pasado 12 de marzo, la mayoría de las mujeres llevan su rostro tapado con el niqab, lo que hace aún más difícil distinguir la identidad.

La sobrepobla­ción de Al Hol, que actualment­e alberga más de 77.000 personas, ha sobrepasad­o la capacidad logística de las FDS, especialme­nte de las fuerzas kurdas que tienen el control del campo, y es casi imposible que cada una de las mujeres, especialme­nte las sirias e iraquíes, hayan sido identifica­das.

Se sabe que muchas yazidíes temen reconocer su identidad pues han tenido hijos con combatient­es

“Nunca tenía a mis tres hijos juntos, los usaban para asegurarse de que no me escapara”, explica

del EI y temen perder a sus críos. “El problema es que nadie nos está ayudando, nadie les está haciendo preguntas para descubrir si son yazidíes”, se queja Abdulah.

La historia de Samia es un buen comienzo para entender los dilemas que han afrontado muchas de estas mujeres, especialme­nte en las semanas finales del califato, cuando la confusión en el territorio controlado por el EI se hizo mayor.

Ella cuenta que cuando los yihadistas iba a perder el control de la ciudad de Al Bab, ellos se replegaron a Deir Ezzor, pero una vez allí el tunecino murió. Fue entonces cuando la mujer –“ellas nos trataban incluso peor que los hombres”, dice– le dijo que ella volvería a su pueblo y que Samia y sus hijos ya no tenían nada que ver con ella. “Muchas de esas mujeres lograron huir y hoy están en otras ciudades de Siria o han regresado a sus países a través de Turquía”, cuenta.

Pero esa declaració­n de libertad, que en otro momento pudo haber sido gloriosa, sólo trajo más tragedia para Samia, que se quedó viviendo en la calle y que sobrevivía de las sobras que le daban otras familias. Incluso hubo familias de sirios no simpatizan­tes con el Estado Islámico que le ofrecieron llevarla con ellos si lograban huir. Pero para entonces los oficiales del EI ya la habían identifica­do y le prohibiero­n irse.

El hombre al mando que la identificó resultó ser el hermano de la mujer que la tuvo como esclava. Insistía en que ella tenía que quedarse a pesar de que cientos de mujeres del EI salían de la región después de pagar a contraband­istas.

Un día se rebeló. Le dijo al guerriller­o que tenía que irse, y el hombre le dijo que la mandaría de regreso con su hermana. Fue así como pagó a un contraband­ista para que la llevara a la provincia de Alepo. Sin embargo, la madre del contraband­ista le preguntó que de dónde era y, al saber su origen, se interesó por saber si tenía el número de su familia.

Samia nunca se había olvidado de él. La primera vez que los había llamado había sido un año y medio antes, cuando una familia de Al Bab, no simpatizan­te del EI, le había prestado el teléfono.

Desde entonces llamaba cada vez que una familia de civiles le prestaba el teléfono. Fue así como el hombre que saca mujeres del territorio del EI llamó a su familia y luego se puso en contacto con Abdulah –que a su vez es familiar suyo– y durante 15 días negociaron el precio de su liberación y la de sus hijos.

“Yo mismo fui hasta la frontera, en las cercanías de Deir Ezzor, y pagué por ellos”, reconoce Abdulah.

Samia y sus hijos formaron parte de ese pequeño grupo de afortunado­s a los que su familia pudo pagar el rescate. En las últimas semanas se ha conocido que muchos yazidíes están en manos de personas que intentan sacar altas sumas de dinero por su liberación. El califato ya no existe, pero el drama de los yazidíes no acaba. Se suma además a la difícil recuperaci­ón psicológic­a que tienen que vivir algunos, especialme­nte los niños adoctrinad­os. Como los hijos mayores de Samia.

“El mayor cambió mucho y apoyaba al EI, pero desde que ha regresado a casa es el mismo de antes”, concluye esta mujer cuya vida también parece regresar poco a poco a la normalidad junto con sus padres y su esposo, que trabaja como peshmerga en Kurdistán. “La vida era terrorífic­a, me hacían lo que querían y pegaban a mis hijos delante de mí”, concluye.

“Las mujeres de los que nos compraban nos trataban peor que los hombres”, relata esta madre yazidí

Samia pudo regresar, tras pagar al traficante, pero hay más de 3.000 niños y mujeres yazidíes que no han aparecido

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pesadilla. Samia, en el campo de desplazado­s del Kurdistán iraquí donde se ha reencontra­do con sus padres y su marido después de que se pasara casi cinco años secuestrad­a por el Estado Islámico
El final de la pesadilla. Samia, en el campo de desplazado­s del Kurdistán iraquí donde se ha reencontra­do con sus padres y su marido después de que se pasara casi cinco años secuestrad­a por el Estado Islámico
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CATALINA GÓMEZ ÁNGEL

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