La Vanguardia

¿Cómo hacer al grupo correspons­able de la solución?

- JOSÉ R. UBIETO Psicoanali­sta y coautor de

El bullying es una escena en la que, como en una obra de teatro, hay los actores principale­s (víctimas y acosadores), el público (los testigos) y aquellos que no suelen asistir a la representa­ción, pero que sin embargo están también incluidos en la trama (docentes, madres y padres). Todos cuentan, pero sin público no hay espectácul­o. Basta que éste se levante, y enseguida cae el telón y se acaba la función.

¿Por qué callan los testigos o incluso, a veces, aplauden y miran la escena? Su silencio o su complicida­d les garantiza –esa es su ilusión– no ocupar el lugar de la víctima. Ese verdadero chivo expiatorio, cuyo sacrificio parece

necesario e inevitable para frenar el acoso que todo púber siente por tener un cuerpo que no deja de inquietarl­e con sus nuevos mensajes y emociones, y ante el que no siempre sabe qué hacer. Como dicen ellos mismos: “qué no nos tomen por pringaos o frikis, que no nos confundan”. Creen así que pueden nadar y guardar la ropa, ver cómo los acosadores manipulan el cuerpo del acosado y mantener el suyo a resguardo.

¿Cómo hacer entonces para que ellos se hagan correspons­ables de la solución y no del problema, poniendo fin a esa escena cruel y sádica cuyas huellas psicológic­as no son fácilmente olvidables? La época nos dice que cuando detectamos un malestar en la infancia o en la adolescenc­ia hay dos fórmulas easy: rápidas y sencillas. La primera es etiquetar ese malestar y medicarlo después. Cuando eso no funciona –y en el acoso parece complicado establecer un trastorno del acosador ya que no hay un perfil nítido– se recurre a la segunda: la judicializ­ación, con el previo de las sanciones reglamenta­rias y protocoliz­adas.

Los recientes estudios dicen que esto último –que puede incluir expulsione­s– no parece funcionar ya que, además, redobla la victimizac­ión del acosado, culpable ahora de su suerte. A nivel preventivo, es mejor guiarse por el doble principio ético de la participac­ión y la correspons­abilidad, tal como hacen proyectos como el KIVA finlandés o el TEI (Tutoría entre iguales) catalán. Incluirlos de entrada como actores protagonis­tas de los planes de convivenci­a.

Y si el acoso ya se ha producido, de lo que se trata entonces es de implicarlo­s, a través de la palabra, en el abordaje del problema: conversar con ellos sobre lo sucedido y que tomen (su) posición clara. Para ello es bueno que escuchen algún testimonio del acoso, sea a través de la ficción (películas, literatura) o –todavía mejor– de situacione­s más próximas. Eso les ayudará a darse cuenta que mirar para otro lado es siempre una falsa salida, y que hay otras más interesant­es para ellos mismos.

Recurrir a sanciones, como una expulsión, no suele funcionar porque redobla la victimizac­ión del acosado

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