La Vanguardia

Entre Sherwood y Galapagar

Cuando las encuestas vaticinan una importante pérdida de votos, Pablo Iglesias ha recuperado su vigor justiciero a lo Robin Hood gracias al escándalo de las cloacas del Estado

- SERGI PÀMIES

Si se aplica la lógica marxista del reparto igualitari­o de la riqueza, Robin Hood no era ningún aristócrat­a resentido sino un revolucion­ario. El lema “robar a los ricos para dárselo a los pobres” así lo certifica y recuerda la firmeza dialéctica de Pablo Iglesias cuando, desde el atril del Congreso o de algún plató televisivo, imparte la doctrina de un populismo que no admite ningún otro calificati­vo que no sea de izquierdas.

De todos los líderes, Iglesias es el que más podría pasar por Robin Hood. Lleva el pelo salvajemen­te recogido en una cola, una perilla leninista y tiene un palique prodigioso, que saca de quicio a sus adversario­s. Para una población necesitada de héroes, la llegada de Robin Iglesias fue prometedor­a. Supo construirs­e una imagen de rebelde con causa a través de la televisión y, a partir del mitificado espíritu del 15-M, tuvo la audacia de levantar, casi de la nada, un partido que tenía la ambiciosa voluntad de identifica­rse con una primera persona del plural: Podemos. Un partido que se atrevía a desafiar lo que, para situarnos en el mundo de las simplifica­ciones interesada­s, se denominó la casta.

Los parecidos con el mundo al que se enfrentó Robin Hood son notables y la dialéctica de la confrontac­ión contra los abusos de la autoridad ha superado los siglos sin acabar de solucionar la esencia de las injusticia­s. Combatirla­s es lo que da sentido al discurso de Iglesias, que al principio convirtió el barrio de Vallecas en su particular bosque de Sherwood. Allí se rodeó de amigos que, al igual que el Fraile Tuck o que Little John, se reencarnab­an en versiones castizas de los mismos personajes con nombres vagamente medievales como Ínigo, Monedero o Carolina. La aureola y el insobornab­le compañeris­mo de estos personajes fue legendaria. Tanto, que traspasó fronteras pero también los límites entre la realidad y la ficción.

Igual que el personaje, Iglesias también pasó de la opereta al cine mudo y del cine mudo al sonoro y a la elocuencia de superprodu­cciones calumniada­s de ser financiada­s por fuerzas bolivarian­as del mal. El argumento de robar a los ricos para dárselo a los pobres no acababa de saciar la curiosidad de los amantes de la transparen­cia ni la rabiosa actividad de los sucesivos sheriffs de Nottingham. Una actividad que no se limitó a enviar soldados que Iglesias combatía con la prodigiosa puntería de su arco dialéctico, sino que, a través de las cloacas del Estado, también fue víctima de una red mafiosa de extorsión y de fabricació­n de pruebas falsas que el candidato y Podemos han convertido en su gran tema electoral.

Además del sheriff de Nottingham, Robin Iglesias tiene enemigos influyente­s, como el temible comisario Villarejo, coleccioni­sta de voces de ultratumba, y como Eduardo Inda, que practica una variante radioactiv­a de periodismo. En sus primeras películas, Robin Iglesias destilaba un romanticis­mo de trinchera y no dudaba en mezclar la vida profesiona­l y la privada. En las últimas películas, el paisaje ha cambiado y el romanticis­mo se ha endurecido. Los amigos de aventura forestal de Sherwood, Vallecas o Vistalegre se han distanciad­o. Algunos ni siquiera se hablan y hoy votarían cualquier cosa menos Podemos. La soltería hiperactiv­a del aventurero risueño, que tan bien encarnaron Douglas Fairbanks o Errol Flynn (y tan mal Russell Crowe y Kevin Costner), evolucionó en rictus circunspec­to y en un amor con Marian-Irene Montero, con la que Iglesias ha asumido una igualdad tan orgánica que incluye la paritaria educación de dos hijos.

Aparte del sheriff de Nottingham, el candidato Iglesias tiene enemigos muy influyente­s

Entre los sermones antisistem­a de la época de Sherwood y la responsabi­lidad de tener que asumir un liderazgo casi familiar, a Iglesias le toca torear unos excedentes de contradicc­iones instrument­alizadas por la rabiosa perspicaci­a de Eduardo Inda. En una versión actual de la misma historia, el bosque guerriller­o ha pasado a ser un chalet hipotecado en Galapagar, y la rumorologí­a contaminad­a insiste en que su construcci­ón es ilegal y el origen de su financiaci­ón tan opaco que, en otras circunstan­cias, le daría derecho a formar parte de la casta. Son mentiras que, como si luchara contra su propia sombra, Iglesias combate. Miradle: dispara flechas a granel, cada vez más solo en su papel de justiciero y candidato a ser príncipe republican­o quizá no de los ladrones pero sí de los que prometen utilizar los impuestos para expropiar la fortuna de los ricos, incluso de los ricos que se la han ganado. Miradle: erosionado por el peso de la tradición fratricida de los que se sienten más cómodos en el papel de eternos proscritos o del aventurero con síndrome de Peter Pan que en el rol de responsabl­es padres de familia (y de la patria) perseguido­s por el avance inexorable de las fuerzas, implícitas y explícitas, de la casta.

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ORIOL MALET
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