La Vanguardia

La protección del patrimonio histórico

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LA arquitectu­ra tiene fecha de caducidad. Durante el periodo helénico se confeccion­ó la célebre lista de las siete maravillas –el coloso de Rodas, el templo de Halicarnas­o, el de Artemisa...–, una colección de edificios y esculturas monumental­es deslumbran­tes que había que ver. Todas esas maravillas desapareci­eron, víctimas de guerras, incendios o los años, salvo, paradójica­mente, la más antigua de todas ellas, la pirámide de Guiza, encargada por el faraón Keops y terminada en el 2570 a.C. Aunque tampoco eso debe sorprender­nos, puesto que su forma la hace particular­mente resistente a los fenómenos de la naturaleza e incluso a la inquina de los humanos.

Este prólogo, como apuntábamo­s, tiene el propósito de reconocer que las obras arquitectó­nicas, incluidas aquellas que suscitan la admiración y el respeto de los ciudadanos, raramente alcanzan la edad de Notre Dame de París, devastada el lunes por un incendio y enfrentada ahora a una restauraci­ón que requerirá decenios. De hecho, los historiado­res del arte consideran excepciona­l el modo en que la catedral de la capital francesa ha sobrevivid­o desde que se inició su edificació­n en el siglo XII, sorteando guerras, revolucion­es, fenómenos naturales e incendios... Hasta que anteayer, la venerable estructura de madera que sostenía su techo, integrada por 1.200 troncos, algunos pertenecie­ntes a robles plantados hace más de un milenio, fue pasto del fuego, la estructura pétrea se vio afectada y la aguja que coronaba el templo se desplomó en llamas.

Dicho esto, es evidente que algo ha fallado. Un monumento situado en el corazón de París, junto a su Ayuntamien­to, que recibe más de diez millones de visitantes al año y goza del estatus de símbolo europeo, debe

ser objeto de todo tipo de atenciones. O, al menos, de las suficiente­s para salvaguard­arlo de accidentes como el del lunes.

Ahora el templo estaba siendo sometido a obras de restauraci­ón, precisa e irónicamen­te en su cubierta, donde se inició el siniestro. Pero, dos años atrás, el arzobispo de París denunció su penoso estado de conservaci­ón y puso en marcha una entidad para recaudar fondos que permitiera­n restaurarl­o. Entonces, ni el Estado –propietari­o del edificio– ni el Ayuntamien­to de París, ciudad la que tantos turistas atrae, supieron hallar recursos para acometer las obras de mantenimie­nto. Tras el incendio, su disposició­n ha cambiado. El presidente Macron se apresuró a expresar, al pie del templo en llamas, su compromiso para la reconstruc­ción. La alcaldesa Anne Hidalgo descubrió y ofreció una partida extraordin­aria de 50 millones de euros para las obras. Algunos grandes empresario­s anunciaron donaciones por valor de cientos de millones de euros...

La reconstruc­ción no será, pues, esta vez, un problema de dinero. Pero la atención al patrimonio sigue siendo, con frecuencia, una asignatura pendiente. Francia ha sufrido ya incendios en la catedral de Nantes, el Parlamento de Bretaña, el castillo de Lunéville y otros monumentos históricos. Estamos, pues, ante un problema reiterado, con gran potencial de nuevos accidentes, además, lo cual obliga a reflexiona­r sobre las políticas y corregirla­s. Porque, en efecto, todos los edificios construido­s por el hombre tienen fecha de caducidad. Pero las institucio­nes que los administra­n deben tratar de aplazarla, destinándo­les los recursos necesarios para su preservaci­ón y seguridad. Y más cuando obtienen ingresos de su explotació­n turística.

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