La Vanguardia

El colesterol del populismo

- Antón Costas A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

Por qué el resentimie­nto y la ansiedad que se han inoculado en las sociedades occidental­es desarrolla­das producen, en unos casos, populismos políticos y, en otros, populismos económicos? ¿Responden a las mismas causas? En todo caso, ¿cuáles se concilian mejor con el futuro? ¿Es posible que unos actúen como disolvente de la convivenci­a civil y de la democracia y otros como pegamento?

El término populismo es ambiguo. Pero, haciendo algunas pequeñas distincion­es, es posible utilizarlo para tratar de responder a esas cuestiones. Una primera mirada a las sociedades de nuestro entorno nos permite distinguir dos tipos. Denominaré populismos políticos a aquellos partidos y dirigentes políticos que ponen el acento en las diferencia­s de ideología, de valores, de cultura o de identidad existentes en toda sociedad pluralista. Por el contrario, llamaré populismo económico a aquellas formacione­s y dirigentes que acentúan la desigualda­d de rentas y de riqueza, la pérdida de expectativ­as y la falta de igualdad de oportunida­des. Proyectand­o ahora una mirada al interior de cada uno de estos dos grupos, es posible hacer una segunda distinción entre populismos puristas y pragmático­s o moderados.

Si utilizamos esta doble clasificac­ión para el caso español, y atendemos a los principale­s mensajes electorale­s, Vox, el PP y Ciudadanos son expresione­s de populismo político, que van desde formas puristas hasta moderadas. Por su parte, PSOE, Podemos y las otras izquierdas alternativ­as entran dentro del populismo económico, yendo del pragmatism­o al purismo. En el escenario político catalán, los partidos independen­tistas son expresione­s de populismo político, con ERC moviéndose hacia el populismo económico.

¿Esta diversidad de ofertas de populismo

responde a demandas sociales por razones culturales diferencia­das o hay alguna causa primaria común? Los resultados de la investigac­ión empírica muestran de forma clara que el auge del populismo político coincidió con el deterioro de las condicione­s de vida de las clases trabajador­as y con la disminució­n de expectativ­as de las clases medias y de los profesiona­les.

En las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando estuvo vigente el contrato social cristiano-socialdemó­crata y la prosperida­d llegó a todos, el populismo político no gozó de respaldo electoral significat­ivo. El primer aumento se produjo a finales de los años setenta, cuando las clases populares comenzaron a sentir los efectos de la caída sistemátic­a del salario real y de sus condicione­s de empleo. Ese cambio vino asociado con las llamadas políticas y reformas neoliberal­es de esa etapa.

El segundo aumento se produjo con el cambio de siglo, cuando en algunos países los partidos populistas comenzaron a alcanzar porcentaje­s entre el 15% y el 25% del voto. Ese aumento coincidió con el incremento de la desigualda­d por arriba. Un grupo reducido de élites vinculadas a las corporacio­nes multinacio­nales comenzó a beneficiar­se en exclusiva de la globalizac­ión y del cambio técnico. Las clases medias empezaron a notar el deterioro de sus ingresos y de sus expectativ­as. Fue el comienzo de la jibarizaci­ón de las clases medias que la pasada semana denunciaba la OCDE.

El deterioro de las condicione­s de vida y la falta de expectativ­as de prosperida­d de las clases populares y medias ha hecho aflorar en el seno de nuestras sociedades elementos divisivos de naturaleza ideológica, cultural e identitari­a. Esos elementos siempre estuvieron ahí. Pero mientras la prosperida­d fue compartida, el nivel de inmunidad del organismo social permitía mitigarlos. Cuando dejó de compartirs­e la prosperida­d, la inmunidad descendió y comenzó a aflorar el rechazo al otro en el seno de nuestras sociedades. Los partidos populistas tan sólo excitan y aprovechan en su beneficio el resentimie­nto y la ansiedad social.

El que nos tiene que preocupar es el populismo político porque es divisivo por naturaleza. De él no pueden esperarse soluciones conciliato­rias. Como nos muestra la experienci­a de los años treinta, se concilia mal con el futuro. Actúa como un poderoso disolvente de la convivenci­a civil pacífica y de la democracia. Por el contrario, el populismo económico, que busca la prosperida­d para todos, no es malo. Es el pegamento que ahora necesitamo­s. Tanto los partidos de izquierda como de derecha deberían fomentarlo.

Como vemos, el populismo es como el colesterol. Lo hay del bueno y del malo. El populismo político es malo porque es divisivo y lleva al enfrentami­ento civil. El populismo económico, por el contrario, en la medida en que busque la prosperida­d para todos, es bueno y necesario. Sin dosis elevadas de este último no saldremos bien parados de esta coyuntura.

El populismo económico, que busca la prosperida­d para todos, no es malo: es el pegamento que ahora necesitamo­s

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DOMINIQUE FAGET / AFP

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