Un ángel de la guarda
El señor Makishi llegó con puntualidad. Venía pulcramente uniformado y en su taxi brillaban hasta las llantas. Cojeaba. Hablaba con corrección el inglés. Me dejó saber que trabajaba como chófer porque así tenía tiempo libre para cuidar de su anciana madre -no en vano, me hallaba en la isla de la longevidad-. En el trayecto me relató las atrocidades cometidas en Okinawa por soldados japoneses y estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. No era de extrañar que no gustaran del inglés y que intentaran recuperar la lengua original, previa a la imposición de la nipona.
Llegados a la puerta de la sede que la cadena de hoteles Mr Kinjo tiene en la isla, el señor Makishi me acompañó hasta la entrada. Fue una suerte, porque el recepcionista sólo se expresaba en japonés. Supimos que el hotel tenía disponibles todas las noches del mes menos una, así que en cuanto estuve instalada, el señor Makishi insistió en ir conmigo a buscar un lugar donde quedarme la noche suelta. Lo resolvió. Luego se ofreció a acompañarme hasta el colmado más cercano, a unos dos o tres quilómetros, para que tuviera algo que comer aquella noche. El señor Makishi me había regalado dos horas de su vida solo porque se dio cuenta de que yo necesitaba ayuda. Le pregunté por su nombre de pila: “Ángel”.Le pedí que volviéramos a vernos a mi regreso a Naha, pasado un mes. Mi intención era invitarlo a cenar y regalarle mi ejemplar en catalán de “Magókoro”, mi novela recién publicada, que lleva por título esa palabra japonesa que significa “dar con el corazón”. Vino puntual a buscarme, sin automóvil y sin uniforme. Le regalé el libro, pero la agasajada fui yo. Nunca voy a olvidar al señor Makishi.