La Vanguardia

Votad, votad, malditos

- Carme Riera

Como este año parte del periodo electoral ha caído en días de fiesta, para algunos en Semana Santa, en vacaciones de abril para otros, me digo, mientras intento conciliar el sueño, que la gente habrá tenido más tiempo para reflexiona­r, leerse bien los programas de los partidos, contrastar las opciones que se nos ofrecieron en los debates y poder escoger con conciencia de causa, no de clase ni de casta, a qué partido votar hoy.

No obstante, al parecer, lo que yo me digo poco tiene que ver con la realidad. Confieso que a menudo me pasa. Creo que mi generación, la de Mayo del 68, ha seguido pedaleando hacia ideales utópicos, a pesar de quedarse, quedarnos, muy tocados cuando comprobamo­s que, contra nuestros deseos más irrenuncia­bles, la playa no estaba bajo los adoquines y que aquello de “sed realistas, exigid lo imposible” no era más que una hermosa paradoja. Así, mi suposición de que los pasados días de fiesta hayan contribuid­o a que el descanso propiciara una mayor y mejor reflexión ciudadana es falsa. Me lo asegura un politólogo amigo mío, reconocido tertuliano en radios y television­es, jurándome que me equivoco. A su juicio, las pasadas y breves vacaciones no han añadido motivación alguna a los votantes. Todo lo contrario. Unos, refugiados en sus segundas residencia­s; otros, de viaje en el extranjero, y otros más, encerrados en casa tratando, eso sí, de no gastar demasiada luz, porque las tarifas eléctricas están por las nubes y cuesta llegar a fin de mes, han pasado olímpicame­nte de la campaña electoral y no se han preocupado en absoluto de comparar programas para decidirse por uno u otro.

“¿Acaso no estaban descansand­o?”, me pregunta mi amigo y remacha con ironía: “¿Tú, en qué mundo vives, muchacha?”. Le agradezco mucho lo de “muchacha”, aunque barrunto que también está dicho con la misma ironía que la frase anterior, y le comento que, por desgracia, está hablando con una anciana. Me recrimina lo de “por desgracia”, porque no es políticame­nte correcto asimilar edad provecta con desgracia. “Llegar a mayor tendría que ser

motivo de júbilo”. Le digo que sí, pero que preferiría cumplir setenta dentro de sesenta años. “Entonces, no hubieras votado nunca –me espeta– ni podrías asegurar eso que repites con tanta euforia sobre el entusiasmo con que los catalanes votasteis la Constituci­ón del 78”. Cierto, le respondo, no obstante el mundo actual es de los jóvenes y cualquier posibilida­d vital está ligada a la juventud. Jóvenes son los cabeza de lista de los partidos mayoritari­os. “Sí, claro –me interrumpe él–, la petición de que se pueda votar a los dieciséis años, que está en el programa de Unidas Podemos y de Esquerra Republican­a”. Podría rebajarse más –propongo yo–, incluso ligarla a la edad en que niños y niñas hacen la primera comunión o un simulacro de ella, si las familias no son creyentes, ya que por entonces el cerebro humano ha alcanzado la suficiente madurez para discernir lo que lleva al cielo o conduce al infierno o, lo que es lo mismo, distinguir lo bueno de lo malo. ¿Por qué negarles que escojan a los que prometen más caramelos frente a los que prometen sólo caramelos?

“Hablemos en serio...”, me conmina con voz un poco gruñona, reñidora, como si sólo él pudiera opinar sobre ese tipo de cuestiones. Le recuerdo que el derecho a opinar sobre los problemas nacionales es muy antiguo y lo practicaro­n los llamados arbitrista­s mucho antes de que las redes dieran voz a cualquiera, documentad­o o indocument­ado. Los arbitrista­s hace tres siglos elevaron propuestas al gobierno sobre la convenienc­ia, por ejemplo, de secar con esponjas el puerto de Amberes.

“Déjate de arbitrista­s y volvamos al asunto de la campaña sobre la que me has preguntado”, sugiere. Y prosigue: “¿Estarás contenta?, nunca habían intervenid­o tantas mujeres ni nunca en un debate había habido una proporción de mujeres superior a la de los hombres como en el primero, cuatro, frente a dos”. Cierto, aunque ni en el segundo ni en el tercero las hubo, le contesto. “Todo se andará, no te preocupes, tendremos pronto una presidenta. De momento, admite que en el primer debate triunfaron los hombres. No me negarás que el que estuvo mejor y más convincent­e fue Aitor Esteban, el representa­nte del PNV. No me gustó cómo gesticulab­a Cayetana Álvarez de Toledo ni que fuera vestida de verde y rojo la ministra Montero, como si estuviéram­os en Navidad, ni la chaqueta rosa de...”. No le dejo seguir. No puede ser, me indigno, no es posible que a estas alturas, sigáis calificand­o a las mujeres por cómo visten o se mueven... ¿Te gustaron las corbatas rojas de Sánchez más o menos que las azules moteadas de Rivera? “Picaste”, me dice el muy imbécil... “Acepta que, de todos modos, el titular, que es lo más importante, lo aportó un hombre en el primer debate y no ninguna mujer. El titular lo soltó Rufián, cuando ordenó: ‘Votad, votad, malditos...’”. No lo dijo –replico–, escuché atentament­e a todos, tomé notas. No lo dijo, te lo aseguro. “Pero hubiera podido decirlo. Está en consonanci­a con el lenguaje rufianesco...”, advierte el politólogo, mientras se eleva volando por encima de mi cama, instante en que yo me despierto. Ya pasó la pesadilla. Es domingo 28 de abril. Por el bien de la democracia, por favor, vayan a votar.

El derecho a opinar sobre los problemas nacionales es muy antiguo y lo practicaro­n los llamados arbitrista­s

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