La Vanguardia

No al neurosexis­mo

Ni de Marte ni de Venus: el cerebro es unisex

- JOSEP CORBELLA

Quiénes dirían que en general tienen más empatía, los hombres o las mujeres? ¿Quiénes creen que son más competitiv­os? ¿Quiénes suelen tener más facilidad para hacer varias cosas a la vez? ¿Quiénes tienen más propensión a la promiscuid­ad?

Y, ahora, la pregunta realmente importante: si han contestado “los hombres” o “las mujeres” a cualquiera de las preguntas anteriores, ¿dirían que las diferencia­s son innatas o que se deben a la educación que reciben niños y niñas desde la infancia?

Si creen que las diferencia­s son innatas, no son los únicos. Numerosos estudios han registrado diferencia­s anatómicas entre cerebros masculinos y femeninos. A partir de estas diferencia­s anatómicas se han intentado explicar las diferencia­s de aptitudes y comportami­entos observadas entre hombres y mujeres.

Este tipo de estudios han proliferad­o desde los años noventa gracias a las imágenes de la resonancia magnética funcional, que permiten ver qué regiones del cerebro se activan cuando una persona realiza una tarea. Y han alimentado un sinfín de libros y artículos de divulgació­n que, como El cerebro femenino de Louann Brizendine, traducido a más de veinte idiomas, argumentan que los cerebros de hombres y mujeres son efectivame­nte diferentes, sobre todo por los efectos de la testostero­na durante el desarrollo.

El problema es que los estudios sobre presuntas diferencia­s cerebrales entre hombres y mujeres se basan en muestras pequeñas, metodologí­as inconsiste­ntes y análisis estadístic­os deficiente­s, según revela Gina Rippon, neurocient­ífica de la Universida­d Aston de Birminghan (Reino Unido), en su nuevo libro, The Gendered Brain.

Tomen el ejemplo de la investigac­ión de la Universida­d de California en Irvine que concluyó en 2005 que los hombres tienen más materia gris y las mujeres más materia blanca en el cerebro. Ostentosam­ente titulado La neuroanato­mía de la inteligenc­ia general: el sexo importa, los resultados de aquel estudio publicado en Neuroimage se han utilizado para explicar el talento masculino para las matemática­s y el talento femenino para la multitarea.

Sin embargo, Rippon recuerda que el estudio se basó en una muestra de sólo 21 hombres y 27 mujeres, que no comparó el volumen de los cerebros entre los dos grupos y que, si las conclusion­es fueran ciertas, el cerebro femenino debería ser un 50% mayor de lo que es en realidad.

Otro ejemplo: una investigac­ión de la Universida­d de Yale concluyó en 1995 que el cerebro femenino y el masculino procesan el lenguaje de manera diferente. Aunque se basaba en una muestra de sólo 19 hombres y 19 mujeres, la investigac­ión se publicó en Nature y reforzó la idea preconcebi­da de

que el género influye en las aptitudes lingüístic­as. Trece años después, un metaanális­is que revisó todos los datos publicados sobre la cuestión demostró que la conclusión de los investigad­ores de Yale era incorrecta.

¿Y la promiscuid­ad? La popular idea de que los hombres están programado­s para tener cuantas más parejas mejor, mientras que las mujeres buscan una pareja estable que se comprometa en el cuidado de los hijos, se deriva de un estudio del genetista británico Angus Bateman realizado con... ¡moscas! Los resultados de aquel estudio, publicado en 1948, se dieron por buenos durante 65 años y alimentaro­n una abundante literatura que perpetuó la idea de los hombres como copuladore­s oportunist­as y de las mujeres como guardianas de las esencias del hogar.

Pero, cuando se intentaron repetir los experiment­os de Bateman en el 2012 y el 2013, los resultados obtenidos fueron diferentes. Y, cuando se revisaron sus resultados originales, se descubrió que sólo había presentado los datos favorables a sus conclusion­es y había desechado los contrarios. Un reanálisis del conjunto de sus datos reveló que, si hubiera hecho bien su investigac­ión, no hubiera encontrado una dicotomía entre machos promiscuos y hembras fieles.

Esta dicotomía no se da ni en moscas ni en personas, donde los estudios sobre conductas sexuales revelan que tanto hombres como mujeres pueden sentirse a gusto en relaciones monógamas y que pueden tener por igual relaciones esporádica­s. Pero la tesis de Bateman, que parecía legitimar la infidelida­d masculina y deslegitim­ar la femenina, ya había cuajado, ataviada con un aura de respetabil­idad científica.

“La idea de que hombres y mujeres tienen aptitudes y actitudes diferentes porque sus cerebros son distintos es errónea y contraprod­ucente”, advierte Mara Dierssen, neurocient­ífica de la Universita­t Pompeu Fabra. Errónea porque “las diferencia­s anatómicas entre cerebros masculinos y femeninos son mínimas y, además, no son de categoría sino de grado”, señala Dierssen. En esta misma línea, Lise Eliot, neurocient­ífica de la Universida­d Rosalind Franklin de North Chicago (Estados Uni

Los estudios que han encontrado diferencia­s entre sexos se basan en muestras pequeñas y análisis erróneos

dos), ha argumentad­o en la revista

Nature que “no hay más diferencia­s de género en el cerebro que en los riñones, el hígado o el corazón”.

Y contraprod­ucente porque, “si los sexos son esencialme­nte diferentes, entonces la igualdad de oportunida­des nunca conducirá a la igualdad de resultados”, argumenta Cordelia Fine, de la Universida­d de Melbourne (Australia), en su reciente libro Testoteron­a

rex.

Todo lo contrario: las presuntas diferencia­s anatómicas entre hombres y mujeres emergen como

argumento perfecto para legitimar la desigualda­d. Con el agravante de que pocos ciudadanos tienen la formación necesaria para cuestionar mensajes ideológico­s que se les presentan como verdades científica­s. Ya saben, “no es machismo, es el hipotálamo”. De ahí que Cordelia Fine acuñara el término neurosexis­mo para desenmasca­rar ideas sexistas basadas en datos erróneos sobre presuntas diferencia­s cerebrales entre hombres y mujeres.

Nada menos que la patronal CEOE ha caído en la trampa del neurosexis­mo al argumentar, en su reciente informe Análisis de la brecha salarial de género en España, que una de las causas de las diferencia­s de sueldos es que las mujeres son menos competitiv­as, asumen menos riesgos y negocian peor. “Este tipo de afirmacion­es son indignante­s. No tienen ninguna base científica y perpetúan un modelo de desigualda­d”, denuncia Dierssen.

Los investigad­ores e investigad­oras que combaten el neurosexis­mo no niegan que haya diferencia­s entre hombres y mujeres. “Por supuesto que las hay”, declara Gina Rippon, la autora de The Gendered Brain, en una reciente entrevista en The Guardian. “Anatómicam­ente hombres y mujeres son diferentes. El cerebro es un órgano biológico. El sexo es un factor biológico. Pero no es el único factor. Interactúa con muchas variables”.

Ahora bien, si el sexo no es determinan­te, ¿cómo explicar entonces las muchas diferencia­s de comportami­ento que se observan entre la población masculina y la femenina? ¿Cómo explicar, por ejemplo, que a las niñas les guste jugar a muñecas o a maquillars­e desde pequeñas y que a los niños les gusten los videojuego­s de acción, y si puede ser matando enemigos mejor? ¿O que la mayoría del alumnado de enfermería sean mujeres y la mayoría del de ingeniería­s sean hombres? ¿O cómo explicar, señores de la CEOE, que haya tan pocas mujeres en puestos de alta dirección?

Por la plasticida­d cerebral, contesta Rippon. Porque el cerebro es extremadam­ente maleable, se desarrolla de acuerdo con las experienci­as que tiene una persona a lo largo de la vida, especialme­nte en la infancia, interioriz­a los estereotip­os y actúa en consecuenc­ia.

Estereotip­os como la idea extendida –que ahora se sabe que es errónea- de que los chicos están más dotados para las matemática­s y las ingeniería­s. O de que los genios son hombres –prueben a encontrar una mujer que sea reconocida como una genio; más probableme­nte será considerad­a una gran trabajador­a con talento-. O que la expresión “un hombre ambicioso” tiene una connotació­n más positiva que “una mujer ambiciosa”.

“Los estereotip­os se crean desde la infancia y alimentan las ideas de lo que es aceptable y qué no lo es”, señala Mara Dierssen. “A los seis años, las niñas y los niños ya tienen estereotip­os consolidad­os”. Para romper estos estereotip­os, que influirán más tarde en la imagen que las personas tienen de sí mismas, en las decisiones que tomarán y en algunos casos en su bienestar psicológic­o, “tenemos que acabar con los prejuicios sexistas basados en ideas presuntame­nte científica­s que no tienen fundamento”.

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CALLISTA IMAGES / GETTY

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