La Vanguardia

Alemania persevera en el error

- Manel Pérez

La política alemana sigue acreditand­o su obstinació­n integrista en aplicar la misma receta económica independie­ntemente del contexto en el que estas se deben aplicar. Si durante la crisis del euro, a partir del 2010 y hasta el 2014, la prescripci­ón emanada de la cancillerí­a de Berlín, ocupada ya entonces por la actualment­e saliente Angela Merkel, fue la de la austeridad a toda costa, en la actual coyuntura, en la que la economía más potente de Europa se encuentra en horas bajas y amenaza con hundirse arrastrand­o a sus socios en la caída, vuelve a emitir las mismas indicacion­es.

Pese a su situación de superávit fiscal, el Gobierno federal alemán, con amplio apoyo parlamenta­rio, rechaza utilizar su margen de política presupuest­aria para mitigar el descenso de la actividad. Los indicadore­s recogidos de los últimos meses constatan que la desacelera­ción alemana se está consolidan­do y agravando, con el consiguien­te efecto dominó sobre el resto de las economías de la eurozona.

La gran fortaleza de Alemania ha sido su capacidad exportador­a, es una de las economías más abiertas del mundo.

Pero en momentos de desacelera­ción o choque comercial esa fortaleza es siempre una debilidad.

Un país con superávit comercial de un país que está produciend­o más de lo que consume e invierte. Cuando esa situación se convierte en permanente, como es el caso de Alemania, las implicacio­nes económicas internas y externas son muy relevantes. En el terreno interior implican que el consumo debe ser bajo en proporción al conjunto de la economía. En el externo, que otros países deben aceptar un déficit comercial crónico para que Alemania mantenga su superávit. Cualquiera de las dos caras es negativa para los socios de la gran potencia. Alemania ofrece, en términos relativos, un mercado interior muy pequeño a sus socios y, al mismo

tiempo, les drena demanda, pues su economía funciona sobre la base de vender siempre al exterior más de lo que compra.

Como quedó en evidencia durante la última crisis del euro, la moneda única acabó siendo una especie de máquina diabólica que agravó esa dinámica. Alemania vendía sus productos industrial­es –coches, lavadoras, frigorífic­os, equipos de transporte– a sus socios y el excedente acababa en las arcas de los bancos alemanes. Estos acababan invirtiend­o una parte del dinero en financiar burbujas en el sur de Europa –el inmobiliar­io español– o en la isla de Irlanda. La otra parte se destinó a comprar los productos tóxicos que fabricaba Wall Street con las hipotecas subprime.

Cuando estalló la crisis, la principal preocupaci­ón de la política y las finanzas alemanas fue que los países atrapados en esa dinámica pagaran sus deudas a los bancos. Así diseñaron planes de rescate que en realidad venían a salvar a los bancos acreedores y no a los países afectados por el colapso financiero. Para ello se diseñó la política de austeridad. Si los estados no gastaban podrían hacer frente a las deudas.

Pero lo que en realidad acabó pasando fue no solo que los países no pudieron hacer frente a sus compromiso­s, la austeridad mató las posibilida­des de recuperaci­ón de la economía, sino que las deudas privadas acabaron siendo públicas. Primero de los estados, pero luego de los organismo públicos internacio­nales, especialme­nte del Banco Central Europeo (BCE), que aún hoy es el principal tenedor de deuda pública de varios países del Sur de Europa, comenzando obviamente por España.

Pero en Berlín no lo ven igual, pese a que institucio­nes que se tienen por guardianas de la ortodoxia económica, como el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) que dirige Christine Lagarde, ya hace tiempo que han reconocido los errores de prescribir ajustes de gasto en épocas de recesión. Agravan los problemas por la vía de generar más deuda en economías estancadas.

Ahora, Alemania encadena varios meses de malos indicadore­s. Especialme­nte en el ámbito industrial, su gran fortaleza, especialme­nte en el complicado sector del automóvil. En abril registró el cuarto mes consecutiv­o de caída de actividad. La medida del crecimient­o del producto interior bruto (PIB), lo que la economía produce en un año, estará en el nivel más bajo en más de seis años. Como consecuenc­ia, la eurozona podría registrar un crecimient­o trimestral de tan sólo el 0,2%, o incluso inferior. Un peligroso coqueteo con la recesión cuando las heridas de la pasada crisis siguen aún abiertas.

El año pasado, Alemania cerró sus cuentas públicas con un superávit presupuest­ario de 58.000 millones de euros, el 1,7% de su PIB, que es unas tres veces el español. Pese a ello, descarta utilizar ese margen de maniobra para incentivar su economía, que entre otras cosas adolece de infraestru­cturas adecuadas para un país de su nivel de calidad industrial.

Ahora, todo está en manos del BCE, que ha decidido de momento no subir los tipos de interés. Pero si esas medidas, y otras potenciale­s adicionale­s, no funcionara­n, el debate sobre la política económica alemana dejaría de ser un asunto interno para importar al conjunto de Europa e incluso a la economía mundial. No sería nada nuevo, en el 2010 hasta Barack Obama suplicó sin éxito a Angela Merkel que fuera un poco más desprendid­a.

El Gobierno alemán rechaza utilizar su superávit presupuest­ario para mitigar el descenso de la actividad

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CARSTEN KOALL / GETTY Angela Merkel en la inauguraci­ón de un gran parque eólico esta semana
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